Opinión

Un cubano sin tierra

Desde Wellesley College, una tarde perdida del otoño, llegó Guillermo Cabrera Infante a Brown. Mirando de reojo, serio, obtuso, acompañado de Myriam, su esposa, ocupó el asiento de adelante del Toyota Camry que conducía. Llegué a eso de las dos de la tarde a Wellesley College, una prestigiosa y elitista universidad de grado, cercana a Boston, en donde Cabrera Infante había sido invitado como profesor visitante para impartir a las selectas jovenzuelas varios cursos de literatura latinoamericana. De aquellas la pareja ya residía oficialmente en Londres. El prestigioso Wellesley College, situado en un lado de la rica villa que lleva su nombre, y que alberga un gran número de potentados ejecutivos que se desplazan diariamente a Boston, es el Alma Mater de reconocidas mujeres que se han graduado de esta institución. Entre ellas, Hilary Clinton y Diana Sowyer, gran figura ésta en uno de los canales más poderosos de la televisión norteamericana (NBC).

Wellesley College es conocido en el hispanismo norteamericana por ser la universidad donde pasó la mayor parte de su carrera docente el poeta Jorge Guillén, cuyo amistad con Pedro Salinas le valió el puesto. La presencia de profesores visitantes de la cultura hispánica era frecuente en Wellesley College, dado sus abundantes fondos y su prestigio. Wellesley iba a la cabeza entre los primeros Colleges en los rankings internacionales de instituciones académicas de grado.

A Cabrera Infante le había precedido Javier Marías. Años después llegaría la novelista española Rosa Montero, que vivió inmersa en la vida universitaria del College. Sus negativos reportajes, publicados más tarde en El País, sobre la vida de los norteamericanos, y su experiencia en Wellesley causaron estupor y sorpresa. Se creyó que la generosa acogida, atención y hospitalidad por parte del College y de sus colegas no era consecuente con la resentida propaganda. Su descripción de la vida social norteamericana, puramente sensacionalista, estaba cargada de viejos estereotipos y de obvias incongruencias. Fue celebrada la aclaración de la profesora madrileña Elena Gascón Vera, destacada medievalista, quien había gestionado el nombramiento, económicamente bien dotado, de Rosa Montero.

Era una tarde clara. Cabizbajo, mofletudo, espesas lentas con marco dorado, asumí con Guillermo a mi lado un viaje aburrido y tenso hasta llegar a Providence. La conferencia tendría lugar a las siete y media, con tiempo suficiente para mostrarle a la pareja los puntos turísticos más señalado de Providence. Nos limitaríamos al East Side, le comenté a Myriam, que rompió el tozudo silencio del esposo. Le hice saber a éste que bajo la tutela de Rodríguez Monegal (conocido por Emir) había seguido un seminario sobre la novela latinoamericana contemporánea, y que su novela, Tres Tristes Tigres, había sido uno de los textos de obligada lectura, a la par con De dónde son los cantantes de Severo Sarduy y Paradiso de Lezama Lima.

En un instante se transformó su rostro: locuaz, alegre, sonriente, ameno. Rezumaba cubanismo: en sus gestos, modales, expresiones, modulación y tono coloquial de su habla habanera. Recorrí con él los referentes académicos cubanos, algunos de ellos maestros, otros condiscípulos; José Juan Arrom, Enrique Pupo-Walker, Roberto González Echevarría quien, en palabras de Guillermo, aspiraba a ser el Jacques Derrida hispanoamericano; Mario Santí, y no menos Antonio Benítez Rojo. Aún resonaba de éste su novela El mar de las lentejas.

Cabrera Infante se desató en elogiosos comentarios y no menos en mordaces referencias. Llegados a Providence le urgía parar en un estanco para proveerse de tabaco. Fumaba sus puros con gran concentración, ensimismado, como si a través del humo le llegasen violentamente imaginados aires habaneros que, ausentes, le seguían enajenando. Lo que en un principio se anunció como conferencia, en un amplio auditorio situado en Pembroke College, anexionado a Brown, resultó ser una monótona y diluida lectura de fragmentos de una novela in progress. La numerosa audiencia quedó desencantada. Limitó la sesión de preguntas o comentarios y a algunas de ellas respondió con cierta displicencia y sequedad. Su aparente timidez tenía como respuesta una inesperada brusquedad.

A Guillermo Cabrera Infante aún le dolía una trágica ausencia: su lejana Habana.

(Parada de Sil)

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