Opinión

La cultura de los objetos: la ley del reloj

Para Lalo Pavón, que aprecia la historia de los objetos

El reloj es uno de los objetos más representativos y emblemáticos de la cultura material. El paso del reloj de arena al mecánico y al digital es una historia que se remonta a los albores del siglo XV. Es uno de los iconos más representativos de la cultura material, de la función antropológica que entreteje todo un sistema de connotaciones: metafóricas, sociales, literarias y hasta arquitectónicas. El reloj que se luce sobre la muñeca; el del bolsillo que colgando de una cadena cruzaba el chaleco de quien lo vestía, o pendía del bolsillo del pantalón, delataba nivel económico, aparente o real, y hasta identidad. Gran objeto de consumo como regalo, como novedad ante el nuevo diseño, como signo de juventud y de deportividad. Porque, de acuerdo con Marcel Mauss, «todo objeto debe ser estudiado: primero, en sí mismo; segundo, en relación a los individuos que lo utilizan y, tercero, en relación a la totalidad del sistema observado».

Nuevos estudios sobre la cultura material han dado un nuevo giro a la perspectiva antropológica del arte, del diseño, de la arquitectura y hasta de la relación social de las culturas primitivas que valoraban el arte de dar y de recibir; de lo que se daba y no menos de lo que se recibía. La materialidad del objeto como símbolo social (lo es el reloj), tiene su otra manifestación en el automóvil que se conduce. Y éste, al igual que el reloj, está presente en la variedad de carruajes que pululaban por la corte española del siglo XVII. Disposiciones legales y testimonios literarios muestran el cambio social que supuso la presencia masiva de carruajes: exhibición de lujo, de competencia, de íntimo espacio doméstico, de escondite amoroso.

Uno de los mejores testimonios es el Triunfo de los coches de Quiñones de Benavente, y la novela intercalada El coche mendigo incluida en Casa del placer honesto de Salas Barbadillo. La carroza era el carruaje más ostentoso que circulaban por la Corte; también calesas, furlones y berlinas. Superaban en velocidad y belleza a los vehículos tradicionales de dos ruedas: carretas, literas, sillas de manos. El Prado era el espacio madrileño más concurrido por damas y caballeros (Bosque de Venus), a pie y en lujosos coches tirados por esbeltos caballos. Se iba para ver y ser visto; para lucir riqueza y vestimenta, para saludar sombrero en mano y galantear. Espacio íntimo la carroza para el juego amoroso. Tal su abundancia que el arbitrista (hoy día politólogo) Luis Brochero escribe sobre la regulación del tráfico de coches en su Discurso problemático del uso de los coches (1626).

Viene al caso, volviendo al reloj, la excelente monografía que Eugenio Prieto González (con raíces en la Ribeira Sacra), doctor en arquitectura y profesor en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid: La ley del reloj. Orígenes de la metáfora de la máquina. El reloj es, además de objeto material de consumo, una gran metáfora (lato sensu diría) de la máquina perfecta, con connotaciones en la ciencia, en el arte y hasta en la filosofía. Hilando muy fino, el profesor Prieto profundiza su análisis en la función de la máquina que, desde sus primeras manifestaciones condiciona la ideología de la Ilustración y lidera la revolución industrial. Como gran vehículo de producción impone nuevas fuerzas ideológicas (deshumanización y realce a la vez de los valores humanos), que se implementan en arquitectura combinando el valor funcional, mecánico, con el diseño estético.

Las máquinas son la expresión más representativa de la cultura material y del capitalismo sotto voce. Y el reloj su objeto fetiche. Funciona por si solo, casi libre de control. Marca una ética y un código moral. Y el paso inexorable del tiempo. La cantinela del amante a la desesperada, no es lejana: «Reloj no marques las horas / porque voy a enloquecer». El reloj como arte-facto cundía en los espacios reales del siglo XVII, a la par con el autorretrato y la calavera. Eran los tres grandes epistemes (diría Michel Foucault) de su tiempo. La función acústica del reloj, su onomatopéyico tic-tac, monosilábico, agudo y grave, imponía una ley. Mareó a muchas mentes. La de Francisco de Quevedo en famosa silva: «¿Qué tienes que contar, reloj molesto, / en un soplo de vida desdichada / que se pasa tan presto? / Bien sé que soy aliento fugitivo».

El tiempo que marca el reloj es también una gran metáfora: un ‘aliento fugitivo’. La inestabilidad es un gran tema del Barroco español. Un gran significante en la historia de las mentalidades. Los políticos y los economistas la usaron para explicar el declive del Estado. «No hay estado, sino continua mutabilidad en todo», advierte Gracián en El discreto. Y ésta también la marca la materialidad de un objeto mecánico: el culto al reloj.

Parada de Sil.

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