Opinión

Del fuego y de la fama

El alocado Eróstrato, asumiendo la eterna voz de la diosa Fama, arrasó con un chuzo ardiendo el templo dedicado a Artemisa: Diana en la mitología romana). El incendio tuvo lugar el 21 de junio del año 356 a. C. Coincidió, según Plutarco (Vidas paralelas), con el nacimiento de Alejandro Magno. Al conocerse el fatal incendio se prohibió bajo pena de muerte divulgar el nombre de Eróstrato. Situado en la ciudad de Éfeso, actual Turquía, la impresionante construcción del templo de Diana duró unos ciento veinte años. Sorprendía su vasto espacio y su hermosa arquitectura. La Antología griega (IX.58) incluye la descripción de Antípatro de Sidón y la breve lista de las Siete Maravillas del Mundo Antiguo. Observa: “He posado mis ojos sobre la muralla de la dulce Babilonia, que es una calzada para carruajes, y la estatua de Zeus de los alfeos, y los jardines colgantes, y el Coloso del Sol, y la enorme obra de las altas Pirámides, y la vasta tumba de Mausolo; pero cuando vi la casa de Artemisa, allí encaramada en las nubes, esos otros mármoles perdieron su brillo, y dije: aparte de desde el Olimpo, el Sol nunca pareció jamás tan grande”.

El nombre de Eróstrato retumbaba en la mente de Don Quijote: “También viene con esto lo que cuentan de aquel pastor, que puso fuego y abrasó el templo famoso de Diana, contado por una de las siete maravillas del mundo, sólo porque quedase vivo su nombre en los siglos venideros; y aunque se mandó que nadie le nombrase ni hiciese por palabra o por escrito mención de su nombre, porque no consiguiese el fin de su deseo, todavía se supo que se llamaba Eróstrato” (Don Quijote, II, 7). El consagrarse a través de la mala Fama, se conoce como el síndrome de Eróstrato. Difiere del síndrome de Diógenes: acumular de manera obsesiva, incluso patológica, objetos en desuso, basura.

Humilde y desconocido pastor, Eróstrato pasó a ser un pirómano convulsivo, obsesionado por un acuciante Ego: ponerle fuego a un famoso templo. Valerio Máximo en sus Hechos y dichos memorables (Factorum et dictorum memorabilium), una recopilación de anécdota sacadas de historiadores y filósofos, anota: “Se descubrió que un hombre había planeado incendiar el templo de Diana en Éfeso, de tal modo que por la detrucción del más bello de los edificiones, su nombre sería conocido en el mundo entero”. Y el ilustre aragonés, Baltasar Gracián, identifica en El Criticón a “Éste es el que pegó fuego al célebre templo de Diana, en efeto, no más de porque se hablase dél en el mundo”. El gran Antón Chéjov, en El gordo y el flaco, éste le recuerda al “gordo” que le hacían rabiar llamándole Eróstrato “por haber quemado un libro oficial con un cigarrillo”. Y reniega de su mala Fama.

Define don Quijote la fama como “andar con buen nombre”. Y remata que el andar con mal nombre “a ninguna muerte se le igualara” (II, 3). Da que pensar. La mala Fama es la muerte del hombre en vida. Y la buena, a modo de nueva vida de la que disfruta la persona ya fallecida. Es la vida de la alegórica Fama. Ya Jorge Manrique, en sus renombradas coplas escritas a la muerte de su padre (Rodrigo Manrique), una de las elegías clasicas previas al Renacimiento, observa que si bien la vida terrenal acaba con la muerte, hay otra vida, “eterna y verdadera”. La de la Fama. Perdura en la memoria de los tiempos: “Dejónos harto consuelo / su memoria”, escribe Manrique sobre su padre. Y ambos (pade e hijo y la palabra poética: las coplas) vencen con su Fama a la muerte. Se representa en emblemas y en la heráldica como una figura femenina (una doncella) con alas de águila, en lo alto de las nubes o en el cielo. En su boca una alargada trompeta. Doblada su figura, riega con su trompeta, indistintamente, urbe et orbi, miles de noticias, “ciertas unas, calumniosas otras”, avala Virgilio en su Eneida. Ya en la lejana Roma presentes las fake News (noticias falsas) y no menos las calumnias.

La obsesión por sobresalir, por diferenciarse del resto, por ser la excepción, en busca de gloria, fama, nombre, distinción, han originado en la historia de la humanidad actos deplorables. La buena Fama, sea de Cervantes o Shakespeare, de Picasso o Le Corvbusier, de Friedrich Nietzsche o Albert Einstein, es a modo de ua nueva vida que queda anclada en las memoria de los tiempos. Por el contrario, el político nefasto, el clérigo torpe, el gran asesino social, el pirómano sin escrúulos, pasan a la historia como los grandes cadáveres de sí mismos. 

Alocadas acciones o riesgos, movidos por un imaginado acto heroico, bordean el afán de lograr una Fama siempre efímera. Tal el balconing, un pseudoanglicismo que define el saltar entre los balcones de un hotel o hacia una piscina. A veces la caida termina en el vacío causando la muerte. O el coche a todo trapo con una persona subida en el capó. En mente el legendario Evel Knievel saltando en su motocicleta sobre el cañon del Snake River, en Idaho (EE.UU). O sobre una gran hilera de coches aparcados. Entre otros no menos arriesgados. Y no menos los pirómanos de montes y arboledas en un afán de satisfacer sus egos.

Figuras distorsiondas, carnavalescas, del clásico Eróstrato, el lejano pastor griego que envidioso de la Fama del templo de Diana le prendió fuego en busca de su propia gloria. Se convirtió así en denigrado prototipo de la mala Fama: en cadáver sin tierra. 

(Parada del Sil)

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