Opinión

Hernán Cortés o los conflictos de la historia

En los concurridos banquetes de final del curso académico de verano, alumnos y profesores de Middlebury College, estado de Vermont, ya solazados y con un par de copas de vino, cerraban la despedida con la rutinaria “Triste y llorosa”, con la no menos conocida, y fuera de lugar, “Asturias, patria querida”, y para igualar sentimientos de identidad nunca faltaba el “México lindo y querido” y “Guadalajara en un llano”. Los profesores de origen mexicano, o los tocados por sus lejanos ancestros, lo hacían con entusiasmo, pulmón en grito, nostálgicos. Pocos países, a excepción de Estados Unidos, enarbolan su bandera con tal sentido patriótico. Sobresale colgada de ventanas, sobre las techumbres de los tejados, y ondea en todo acto oficial. Ser mexicano no es solo una pertenencia; es una profunda herida de sentimiento, de airada identidad.

Un Viernes Santo, abril 22, 1519, Cortés desembarcó en las playas arenosas de la que sería la Villa Rica de Veracruz. No lejos San Juan de Ulúa, el primer fuerte levantado como protección y defensa. Llegaba desde Cuba, pasando por Yucatán y Tabasco. Se encontró con los emisarios de Moctezuma, el gran señor de los aztecas. Éstos le obsequiaron con puñados de oro en un afán de satisfacer sus deseos de riqueza y de que, agradecido, desistiera en su camino hacia la capital del imperio, Tenochtitlán. Caminaba al servicio del emperador de España. Se alía con varias tribus indígenas, y valiéndose de La Malinche (Malintzin), que le fue dada como esclava, hábil intérprete en varias lenguas locales, logra establecer pactos, romper acuerdos y con apenas seiscientos hombres y ágiles caballos, penetrar y conquistar el imperio azteca.

De acuerdo con Octavio Paz, en su Laberinto de la soledad (1950), un estudio antropológico sobre la identidad mexicana, la conciencia de un pasado mítico, violado, forma parte de su psique como nación. Si las míticas figuras religiosas de Yonantzin y Guadalupe (una sola para los peregrinos indios), representa la madre virgen, “La Malinche (“La Chingada”), la madre violada, traidora. El infinitivo “chingar” tiene múltiples acepciones: violar, desgarrar, matar, destruir, humillar, castigar, ofender, triunfar. Resume Octavio Paz, “traición y lealtad crimen y amor, se agazapan en el fondo de nuestra mirada”; es decir, en el ser de la identidad del mexicano.

He visitado México en múltiples ocasiones. Lo he recorrido desde Ciudad Juárez y Taxco, a San Miguel de Allende, Juanajuato, Querétaro y Puebla (de los Ángeles). Su paisaje, cultura y carácter causan asombro. Todo al hilo de la Exposición Internacional sobre Hernán Cortés, que presenta el centro Arte Canal de Madrid. El hispanista británico y biógrafo de Cortés, Hugh Thomas, y el francés Joseph Pérez supervisaron su montaje. Es la primera exposición internacional dedicada a Cortés en un afán de redimir su figura; ni héroe ni villano, protagonista del gran encuentro de dos culturas (vale el eufemismo) y gran figura de su tiempo. Ya en sus Cartas de Relación, a modo de memorial que dirige al emperador Carlos V, Cortés detalla su camino hacia la capital del imperio azteca. Realza la valentía de sus soldados y el final derrumbamiento de Moctezuma. Carlos V le concede el título de marqués del Valle Oaxaca. México formó parte del Virreinato de Nueva España que, en el siglo XVIII, llegó a ser catorce veces más grande que la Villa madrileña.

Hernán Cortés es una figura compleja: demonizado como destructor de una gran cultura y símbolo de una violenta penetración. La Malinche es el símbolo de la mujer violada; a la vez la madre del primer mestizo tenido con Cortés: fusión de blanco con indio. Pocos restos quedan de su largo camino. Cerca del resorte turístico de Villa Rica, yace en ruinas la fortaleza que mandó construir, oculta bajo un denso ramaje. Surge el contraste. Los vestigios de los primeros ingleses que en 1607 desembarcaron en Jamestown, en las playas del estado de Virginia, han sido excavados con respeto y veneración. Y pese a que los conquistadores ingleses arrasaron la población indígena, sin dejar apenas rastro de su pasado (lengua, cultura, historia), por el contrario, los españoles se mezclaron y se fundieron con los indígenas, sin remilgos de raza o color de piel. Paradójicamente, su conquista se presenta como un inaudito acto de violencia y opresión. La identidad mexicana es, de acuerdo con Octavio Paz, fruto de una brutal ruptura y de una negación.

A veinte kilómetros de Veracruz, en La Antigua, un importante centro comercial entre España y el Nuevo Mundo, sumida bajo una espesura de árboles amate, se halla la que se cree ser la casa de Cortés. Estuvo abandonada por siglos. Parece ser que se ha empezado a restaurar, y también a reconstruir la verdadera la historia del hombre que la construyó.

(Parada de Sil)

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