Opinión

Con la Iglesia hemos dado, Sancho


Don Quijote es un loco verdadero que hace a la vez el papel de loco, pasando de ser autor de su propia locura a actor al imitar, por ejemplo, las penitencias que llevaron a cabo los caballeros de las novelas de los libros de caballerías. La multiplicación y división de acciones que dan en otras, o de episodios que se ramifican para volver al núcleo central, y para de nuevo disgregarse, caracteriza, como se sabe, la “Primera parte” de Don Quijote. La alternancia de ropas, vestimentas y máscaras divide y fracciona a ese Otro. Participa en la subversión del extenso relato, en la confusión social y en la ruptura de la similitud. Un cura vestido “en hábito de doncella andante”, y un barbero que se presenta bajo la figura de un refinado escudero, se acercan a don Quijote fingiendo el primero ir en cura de “una doncella afligida y menesterosa”. Las implicaciones de un cura vestido de doncella son múltiples y graves. Responden a un entramado teatral, que muestra de nuevo el trueque de papeles y vestimentas.

El inicial papel del cura como inquisidor de literatura se alterna como actante de la misma representación que había condenado. Todos quedan sorprendidos ante la belleza de Dorotea quien se presenta bajo la máscara de un joven mozo. Ante su hermosura, Cardenio le susurra al cura que “no es una persona humana, sino divina”. Al observar sus cabellos se descubre la otra identidad: mujer. Y si bien los pies desnudos, bañados en el agua, realzan la gran atracción erótica de quien los contempla, es el cabello que, con un golpe de tijera, altera la configuración de una identidad. Dada su inestabilidad, fija dos géneros sexuales distintos. El hecho de que el cura, vestido de escudero, siga a Dorotea a quien se dirige como “señora mía, o señor mío, o lo que vos quisiéredes ser”, y, sobre todo, el que mantenga sobre ella/él su mirada atenta e intensa, infiere un deseo en el borde del espacio teatral. 

Pies, piernas, toalla ceñida al cuerpo, “polainas levantadas hasta la mitad de la pierna que de blanco alabastro parecía”, “el rostro (...) una hermosura incomparable” y, sobre todo, los cabellos, muestran “que el que parecía labrador era mujer... la más hermosa que hasta entonces los ojos de los dos habían visto...”. El travestismo del barbero y, sobre todo, el del cura, establecen esa posible mirada homo-erótica sobre un objeto que se presenta como hombre (varón), que es joven (“persona divina”) y, sobre todo, andrógino.

La diferencia es obvia al comparar su ropa con la mujer que, vestida con largas faldas, oculta pechos, muslos, caderas, piernas y pies. Vestida de hombre, Dorotea se hace más femenina. Provoca la concupiscencia y el deseo, Así lo expresó el teólogo fray José de Jesús María: “Si representar la mujer en su propio hábito pone en tanto peligro la castidad de los que miran, ¿qué hará si representa en traje de hombre, siendo uso tan lascivo y ocasionado para encender los corazones en mortal concupiscencia?” De ahí las varias regulaciones y pragmáticas y las tajantes prohibiciones de que la mujer vistiera como hombre fuera del teatro. 

La presencia del noble Fernando, atraído por la gracia erótica con que se desenvolvía Dorotea, mordido por el agudo deseo de poseerla, amenaza el orden social: seducirla, satisfacer su deseo y abandonarla. Y si bien el doble juego de identidades -recluida como dama, está atenta a los negocios de su padre como hombre- ocasiona su caída bajo el mismo juego de dobles. En busca de su honra, alterada o travestida, logra recuperar la identidad perdida. Sobre la provocación que tal figura causaba avisó Francisco Ortiz en Apología de la defensa de las comedias que se representan en España: “Pues ha de ser más que de hielo el hombre que se abrase de lujuria, viendo una mujer desenfadada y desenvuelta, y algunas veces para este efecto vestida como hombre, haciendo cosas que moverán un muerto”.

La manipulación de géneros literarios y sexuales es a la vez un reflejo metonímico de las alteraciones y múltiples rupturas que desvela la lectura de Don Quijote. El trasvase de un género sexual a otro es la forma más representativa de la transgresión. De ahí que Sancho, ya gobernador de la Ínsula Barataria, condene a la hija de Diego de la Llana. Ésta, queriendo romper el encerramiento en que la mantiene su padre, se disfraza de hombre y abandona la casa en busca de libertad. Del mismo modo Claudia Jerónima se disfraza de “mancebo... vestido de damasco verde, sombrero terciado a la valona, botas enceradas y justas, espuelas, daga y espada doradas, una escopeta pequeña en las manos y dos pistolas a los dos lados”. Cuando se tiende a su control, y se niega la alteridad, proviene la tragedia o la desilusión. Tal es el caso de Queteria en su doble relación con Basilio y Anselmo. O de don Quijote, desilusionado ante una Dulcinea (también Aldonza Lorenzo) )que desafía el control de su imaginación.

El travestismo corre paralelo con los Quijotes, alternantes espejos fraccionados que reflejan partes de su macro estructura. Copias de copias que se van alternando bajo la fuerza carnavalesca de un loco-cuerdo. Ya no son la copia pálida de que habla Platón. Son la dislocación de la semejanza.. Dorotea, colocada en el vértice de la mirada de Don Quijote, es la alternativa racional del loco. Se enfrenta con don Fernando: “Quieras o no quieras, yo soy tu verdadera y legítima esposa”. Transforma el relato de su seducción en algo diferente: en el triunfo, a partir de un plan bien meditado y propuesto, de la razón y de la nueva moral. A tal cambio de mentalidad apuntó Michel Foucault. La semejanza ya no se basa en la similitud sino en los raptos tanto de la locura y del deseo como de la razón; en la alteridad no solo literaria o teatral, también ontológica y sexual. 

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