Opinión

La vara de los alcaldes

A mis amigos excaldes, Francisco Magide y Arcadio González

Aparecieron en Ginebra los regidores de Carles Puigdemont luciendo sus varas en alto. Tiesos, fornidos, desafiantes, con sus varas en alto. Cundió un furioso murmullo: «Carles: estamos contigo». Pero el Regidor de su pueblo estaba sin su vara. Había llegado sin la vara del President: fuerte, dura, tensa, silbante al rozarla contra el viento. La vara del Regidor imponía autoridad. Era la autoridad. Rompía consensos. Diferenciaba a los otros de los suyos. La vara mágica de Puigdemont deshacía leyes e imponía un nuevo orden. Llegó a Bruselas a reclamar, voz en grito, en francés, catalán, español e inglés: I am your President; Je suis votre President. Camina pensativo. Va pisando su propia sombra. Subió iluminado al Monte Sinaí y, como otro Moisés, oyó la voz rotunda «Yo soy yo» (Ego sum qui sum). Obnubilado en sus sueños, con aire turbio de mirar de soslayo a las estrellas, ocultas bajo cielos grises, salió de su casa a hurtadillas, muy de prisa, muy de mañana. Y olvidó su vara de President.

Ya no está solo. Lo protegen las doscientas varas de sus leales regidores. Forman todas juntas el palio de la lealtad bajo el que, protegido, puede instaurar su nuevo reino como President. E instaurar una nueva Europa. Y despotricar sin remilgos contra quienes no le escuchan; la España de la Leyenda Negra que aviva en tierras bien cultivadas: miseria democrática, tiranía, dictadura, violación de los derechos humanos, presos políticos. Pelo lacio, negro, caído sobre la frente, y sobre sus avispados ojuelos, con mirada distante, un tanto perdida, Pugi busca sus pasos perdidos. Y rumia un nuevo orden (The New Deal) para su pueblo.

Llegaron sus alcaldes con las doscientas varas de autoridad que generosamente le ceden. Le ceden la vara de comendador, la vara del jefe del clan, la vara del patriarca gitano, la vara que zurra al cansino jumento incapaz de dar un paso más. Y la más apreciada, lúcida e hiriente: la vara del jinete que, en su última vuelta, ya cercano a la meta, golpea con violencia al caballo; guante de badana fina y dura fusta de avellano. No falta la más literaria y heroica: la vara de mimbre del memorable «Antonio Torres Heredia, / hijo y nieto de Camborios, / con una vara de mimbre / va a Sevilla a ver los toros. / Moreno de verde luna, / anda despacio y garboso. / Sus empavonados bucles / le brillan entre los ojos», romance que consagra García Lorca en su Romancero gitano.

Enamorado andaba Frondoso de su Laurencia, a quien desea ardientemente el Comendador de Calatrava, personajes claves de Fuenteovejuna, la tan aclamada pieza teatral de Lope de Vega. Un drama clásico que, en palabras de Italo Calvino, «nunca termina de decir lo que tiene que decir». Ha sido leída y representada cientos de veces atendiendo, bien a su mera función teatral (espacio, tiempo historia, sociología de la época, sentimiento de honor y honra, lealtad monárquica). O bien como un valioso testamento que encarna ideologías encontradas: desde la revolución popular (muerte del Comendador a manos del pueblo) a la tiranía del poder civil. La presencia de los Reyes Católicos (la monarquía) perdona la sublevación contra la autoridad («¿Quién mató al Comendador? / Fuenteovejuna, señor») e impone el status quo previo. Aquí ya las dos Españas encontradas: la liberal, revolucionaria, progresista (con muchos matices), y la conservadora, que impone el respeto a la ley, el poder de la justicia y la lealtad monárquica. Fernán Gómez, Comendador de Calatrava, arranca con ira la vara del alcalde Esteban. Lo despoja de su autoridad. Encarnaba éste la voluntad democrática del pueblo de Fuenteovejuna que le había elegido. Se opuso a los ardientes deseos sexuales de Fernán Gómez que cebaba sus desmanes eróticos con las doncellas de Fuenteovejuna. Una de ellas Laurencia, hija de Esteban, a punto de casarse con su amado Frondoso. La vara de la justicia y de la autoridad cobra un nuevo sentido en manos de Sancho Panza, convertido de la noche a la mañana en gobernador de la imaginada Ínsula Barataria (II, 42). Don Quijote le aconseja: «Si acaso doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva, sino con el de la misericordia». Lo vara de la justicia en manos del ingenuo Sancho fue, en manos del tirano Comendador prepotencia (o primacía socia)l y absolutismo excluyente.

Un objeto mínimo, las varas de los alcaldes de Puigdemont, insignias del mandato recibido de quienes los eligieron, tienen una larga trayectoria en la cultura social y política de un país. Son poder y abuso del poder; acatamiento (vox populi) y a la vez destronamiento de la ley. Lo fijó el refranero en un sabio axioma: «con la vara que midas serás medido». O «alcalde que por momentos se dispara, háganle arrimar la vara».

(Parada de Sil)

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