Opinión

Mascarillas y tapabocas

La actual pandemia, afortunadamente en declive, ha alterado nuestra forma de vernos, de mirarnos, de hablarnos. Nos ha obligado a modular el tono de voz, la mirada y a marcar distancias entre unos y otros. Ha alterado nuestra identidad. No es la misma cara, ni son los mismos ojos, ni es la misma nariz o boca la que se oculta detrás de la mascarilla, sea cual sea su variedad. Oculta la sonrisa, altera el tono de voz, la modulación irónica, sarcástica, placentera, de aquiescencia o de rechazo. Siembra la duda de quien nos habla y de quien asume que no se le entiende y debe repetir lo ya dicho. Y si bien nos resguarda de ser infestados, la mascarilla nos impone una nueva identidad. Enmascara las partes más expresivas del rostro humano. Alter egos de un teatral simulacro, irónico y trágico, que de no aceptar la mascarilla nos arriesga a un trágico final.

Seremos una breve generación de enmascarados a causa de un diabólico personaje de nombre enigmático: coronavirus. O coronavidae. Describe las extensiones que el virus lleva encima de su núcleo a modo de corona solar. Se evita con tal nombre el estigmatizarlo con un país, con un animal o una región. Las tragedias que ha causado el diabólico personaje serán con el tiempo objeto de intrigantes representaciones teatrales. Un personaje diabólico, una humilde mascarilla, y una contienda entre las fuerzas del mal (el coronavirus) y del bien: el antídoto La alegoría ya está servida. Tuvo un precedente: las Danzas de la Muerte medievales. Recordaba que los goces humanos tenían su fin. Somos un parpadeo en los miles de años que nos preceden.

Es amplio el espacio semántico de la mascarilla. El más obvio, el derivado de máscara, que suele cubrir solamente la frente y los ojos. Así en la comedia El encanto sin encanto de Calderón de la Barca: “Parece que mal hallada / con la mascarilla vas”. Lo que remite a su extenso uso, ya en las grandes tragedias de Esquilo, Sófocles, como elemento teatral, como artificio y como figuración de una doble identidad. Somos también lo que aparentamos: una doble identidad. La vista y la oculta. El yo físico con su mascarilla y el oculto e interior. La forma coloquial, «quitarse la máscara», a parte del sentido recto, significa el decir las cosas como son: sin empacho, vergüenza o cobardía. Hablar con resolución.

Ya el gran lexicógrafo Covarrubias definía la máscara como una cara contrahecha que en el teatro imita las facciones de la persona que representan. Se compone de mas y de cara, porque debajo de ella hay más cara que la que parece. La mascarilla nos enajena. Nos usurpa parte de nuestra identidad. Nada que ver con el rebozo, que describe un modo de llevar la capa o manto con el que se cubre casi todo el rostro. La mirada y los ojos invitan, en su parpadear, al coqueteo amoroso y a la seducción.

Y nada que ver las mascarillas de marras con la serie de opúsculos satíricos tan presentes en el siglo XIX, que ven la luz con el título de El Tapaboca. Cuentan con numerosas variantes, presentes tanto en España como en Hispanoamérica: Venezuela, Perú, México, Puerto Rico. Y en casa propia: el Tapaboca de los periodistas, edicto del Obispo de Orense a sus diocesanos, que ve la luz el 18 de junio de 1812, Doce páginas. Aconsejaba el obispo de marras el uso de una mascarilla preceptiva, ética y moral: la contención ante el desbarrar palabrero, disparatado. No ante un virus real, sino ante un vocabulario desbocado, hiriente, crítico. Panfletario, Consultamos un ejemplar presente en la biblioteca d la Universidad de Yale cuyo título reza así: Tapaboca a los sacrílegos detractores del ciudadano Doctor José María Aguirre, cura de la Santa Veracruz (México, 1828).

Y no menos llamativo el Tapaboca de Andrés Level de Goda, impreso en Puerto Rico, en 1812. El epígrafe inicial muestra su mordacidad: Ciertos autores de obras inocuas / los honra mucho / quien los critica». Es una de las primeras obras impresas en Puerto Rico. Sale de la imprenta de Juan Jacinto Rodríguez Calderón, gallego de A Coruña, autor de varias obras apenas conocidas. Los Tapabocas, tan comunes a lo largo del siglo XIX, eran a modo de mascarillas que invitaban a cerrar la boca a quienes cínicamente desbarraban, sin coherencia ni sentido, sobre fantasiosas falsedades.

Parada de Sil.

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