Opinión

Un maestro sin escuela

En mis breves años de maestro nacional, destinado en la campaña de alfabetización, recorrí y fui destinado a aldeas desperdigadas en los sitios más remotos de la provincia de Ourense. Fue una experiencia única. Viví los traumas de la recién emigración a los países de Europa, los ciclos de la siembra y de la recolección, los afanes por superar la pobreza adquiriendo nuevas tierras, los pleitos de aguas, la parcelación y el inmenso desasosiego que producía el engaño. O la calumnia que ponía en riesgo la reputación en bocas ajenas. Las noticias, buenas o malas, corrían al instante, de boca en boca. Y conocí a maestros ejemplares: inteligentes, dedicados. El gran potencial humano de algunos, sus dotes pedagógicas y febril inteligencia quedaron un tanto amodorradas, sin evolución. Me negué a ser uno de ellos. Si bien imbuido por un afán vocacional, el enseñar a deletrear unas caligrafías de nombre y apellido era poco estimulante. El lograr que aquellos mayores pudieran hilvanar la lectura de un texto sin grandes titubeos, o que pudiesen firmar un documento a sabiendas de su contenido, o constatar con su voto y firman en las futuras elecciones democráticas su identidad, era una de las metas. Y no menos hilvanar las cuatro reglas de la aritmética primaria: sumar, restar, multiplicar y dividir.

Y le dolía a uno ver el duro labrar de las tierras que malamente alimentaba a las familias, numerosas en hijos pero escasa de medios para sostenerla. Sandín, parroquia de Flariz, concello de Albarellos, fue mi primer destino en la Campaña Nacional de Alfabetización. Unos cuarenta maestros, del conjunto de la oposición de 1962, fuimos destinados a dicha campaña. Lejanas memorias que algunas quedaron fijadas en mis Crónicas de un maestro rural. Y que de vez en cuando renacen en la memoria y me obligan a hacer un alto en el camino, bajar la cabeza y humildemente verme en el antes desde el ahora de quien escribe. La escasa asistencia de alumnos ya mayores, al caer la tarde, durante dos horas, y de vuelta a las faenas del campo, desalentaba al joven pedagogo, que asumía su labor con ultraísmo y dedicación. La campaña de alfabetización se asumió como revolucionaria. Moldearía las conciencias sobre la necesidad de adquirir unos conocimientos mínimos: leer, escribir, y analizar críticamente el contorno social. Actos pedagógicos asociados también con una clara función política. El hábito de la lectura ayudaría a informar sobre formas de vivir, conductas sociales, costumbres y, sobre todo, establecer actos fluidos de comunicación. Mi segundo destino en la campaña de alfabetización -ha pasado más de medio siglo- fue Tronceda, una diminuta aldea a orillas del Sil, a la que se llegaba, desde la cima de Vilarellos (concello de Castro Calderas), por un estrecho camino, en continua pendiente, bordeado de tojales, urces y espesa maleza. Nadie me esperaba y nadie me ofreció albergue. Apenas un escaso puñado de vecinos; casas de piedras replegadas sobre la pendiente hacía el Sil, algunos rebaños de cabras desperdigados, y apenas cuatro vecinos Era un maestro sin escuela. Obligado a desandar el camino, y asentarme en Vilarellos, fue mi destino pedagógico durante un periodo de tres meses, camino de la primavera. Me impactó Tronceda y no menos las noticias más recientes. Vaciada durante veinticinco años, ha revivido gracias a un nueva actividad económica y turística y a un grupo de jóvenes emprendedores, algunos de ellos artesanos o artistas, afanados en un turismo responsable y en una agricultura ecológica. Se ha descrito como una “pequeña Europa”. Vecinos llegados de Francia, Bélgica, Holanda y no menos de Castilla y León, Baleares, Madrid.

Es cuestión de iniciativas, de afán emprendedor y de inventiva. La rehabilitación de una aldea vacía, alterado el sistema económico previo (campos en un tiempo labrados ahora en abandono) impone modificar y alterar costumbres sociales y la economía rural. Un nuevo paisaje social y económico ha desplazado la actividad rural por la turística; el ocio como negocio. Moteros que en grupo se desplazan por las laderas de la Ribeira Sacra. O el turista que desde el lejano Edimburgo aparca su clásico automóvil Morgan, descapotable, en la Plaza del Barquillero de Parada de Sil. Marcas de automóviles que recorren esas laderas, inimaginables hace menos de treinta años: un Tesla, el último grito de automóvil avant garde, o un Maserati descapotable , o un potente Mustang bajando la cuesta hacia la iglesia románica de Santa Cristina.

Los espacios urbanos se rehacen, se crean, se visten de nuevas llamadas atractivas (senderismo, montañismo, concursos literarios, de fotografía, gastronomía casera, miradores sobre espléndidas cañones, miradas mágicas) y rehacen nuevas formas de vida, enterrando para siempre la esclava sujeción al cultivo de la tierra. Ya tan solo queda la memoria. O la añoranza de lo que el viento se llevó.

Parada de Sil

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