Opinión

Mandan que escriba

El escribir a petición o requerimiento de un protector, superior o amigo, es viejo topos literario en un buen número de obras del siglo XVI. Con frecuencia el mandato es retórico (así en la picaresca), efectivo, sin embargo en el Libro de la vida de Santa Teresa de Jesús. “Saber para quien se escribe”, anota García de la Concha, recogiendo el dicho de Virginia Woolf, “es saber cómo hay que escribir”. Imaginemos escribir una carta y que sobre nuestros hombros, leyendo o revisando lo escrito, están los ojos escudriñadores, amenazantes, de quien ordenó escribir y a quien la dirigimos. Tal presencia, enervante, autoritaria, obsesiva, determina el giro, el tono y el contenido del texto. La misiva está determinada a priori por la presencia dominante del lector. En el caso del Libro de la vida, la autoridad, el poder y la ideología.

No tan solo la autoridad (Vuesa merced, los confesores, las monjas, la Inquisición) o la ideología; también la misma condición ejemplar de la escritura: de la Vitae Patrum a la Flos Sanctorum condicionan el Libro de la vida. La mediación es pues triple: a partir del narrador, a la vez personaje; a partir del autor cuya presencia en la cubierta del libro se desdobla ficticiamente en su interior, en función diferente, y a partir del destinatario. Éste determina a lo largo de las varias redacciones sus estrategias formales. Y es que la confesión espontánea, sin reprisas, era arriesgada en la España anti erasmista, inquisitorial. Importaba mucho la exhibición ontológica del yo; no menos la social y religiosa. El trazado de este “yo” autobiográfico viene a ser, a lo largo de la Vida, la esquiva metáfora del ausente. Un resultado paradójico de toda enunciación autobiográfica.

Pero no menos fruto natural de las versiones ideológicas y culturales del siglo XVII. El primer gran embrión de la autobiografía literaria en España, que tan buenos logros tendría en otros países (Francia, Inglaterra, Italia, Alemania), quedó atrapado en un fuga apologética, didáctica y hasta de fijación ejemplar Nació acondicionado por la rigurosa y férrea mano de un lector implícito, fundamental en el Libro de la vida. Se vivía sin esa “libertad de conciencia” a la que alude Ricote, en diálogo con Sancho, presente en la Segunda parte de Don Quijote.

Lázaro, el protagonista de El lazarillo de Tormes, al igual que Teresa de Jesús, escriben para obtener méritos y evitar que el lector cometa los mismos errores. Su personaje, objeto de la materia a narrar, es obviamente la persona que produce la narración. De ahí que el narrador sea a la vez sujeto y objeto de la materia narrada. Tenemos, pues, un relato acondicionado por su propia forma: la diferencia y relación a la vez de identidad (otra paradoja) entre el narrador y el personaje; entre el yo sujeto (narrador) y el objeto de la enunciación (protagonista).

Si por otra parte, tenemos en cuenta las varias redacciones por las que pasó el Libro de la vida, la revisión y no menos represión a que se somete su escritura; el ambiente socio-político y religioso del siglo XVI (erasmismo, iluminados), la perenne amenaza de la Inquisición (famoso en tiempos de santa Teresa el proceso del arzobispo toledano fray Bartolomé de Carranza), y la aguda conciencia de proceder de conversos, se acentúa su forzada postura didáctica y ejemplar.

La ceguera inicial del protagonista del Libro de la vida, presente en los primeros capítulos, se contrasta con la clarividencia del narrador en los últimos. El pasado adquiere significado a partir del presente en que el narrador la da forma. Es pues significativa la extensión y addenda del texto que pasa de Relación a Discurso, a Cuenta y finalmente a Libro. El esquema binario, “males y bienes”, del primer texto (sigue las Confesiones de san Agustín) confirma las redacciones posteriores. “No sé si digo desatinos; si lo son, vuestra merced los rompa; y si no lo son, le suplico ayude a mi simpleza con añadir aquí mucho”.

Y sobre todo: “Yo he hecho lo que vuestra merced me mandó en alargarme, a condición que vuestra merced hago lo que me prometió en romper lo que mal le pareciere”. Y el ruego de “. . . ni quiero, si a alguien lo mostraren, digan quien es, por quién pasó, ni quien lo escribió, que por esto no me nombro, ni a nadie, sino escribirlo he todo lo mejor que pueda por no ser conocida, y ansí lo pido por amor a Dios”.

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