Opinión

Memorias desgajadas

La cafetería Naples´s Pizza era muy frecuentada a la hora de tomar un café o una fracción de piza antes de una clase o al salir de ella. Estaba muy cerca del Departamento y no lejos del rectorado de la Universidad. Por la zona se veía con frecuencia al rector David Brewster, que terminó de embajador en el Reino Unido, conduciendo su Rolls- Royce en cuya matrícula se leía en letras azules YALE. Fue el donativo de un ricachón, forofo de su Alma Mater. La cafetería siempre estaba concurrida y animada. La mayoría de los asistentes eran estudiantes de posgrado y, de vez en cuando, de algún profesor. Mi amigo, Jim Baker, del Departamento de Literatura Comparada, sumamente generoso y atento, era el asistente de investigación (Research Assistant) de varios profesores de su departamento. Les recogía libros de la biblioteca, anotaba entradas bibliográficas, les servía fotocopias, leía sus manuscrito y corregía erratas. La obsesión por publicar, por sacar un libro tras otro, era sintomática. Suponía no tan solo sustanciosos incrementos en los salarios y ascenso de rango pero también la posibilidad de obtener una cátedra honorífica, que se alimentaba con donaciones de antiguos alumnos, o de becas que ofrecían las grandes corporaciones: Ford Foundation, Mellon, Rockefeller, Carnegie, MacCarthur, National Endowment for the Humanities). Les permitía contar con un dinero adicional para ayudas de investigación, viajes a congresos, compra de libros, gastos de servicios auxiliares y la ayuda de un asistente, que se especializaba en el campo de investigación del profesor al que estaba asignado.

La cátedra mejor remunerada y más prestigiosa, la Sterling Professorship. René Wellek, uno de los profesores más distinguidos en Humanidades, había obtenido tal nombramiento; también William Wimsatt, el autor de una voluminosa historia de crítica literaria y de varios libros pioneros que asentaron en Yale, entre 1940 y 1950, los conceptos básicos de los New Critics, un formalismo avant la lettre que había desplazado los enfoques previos de la estilística. Jim me presentó a Wimsatt tomando un café. De gran estatura, era como el Polifemo de la sabiduría académica. Gafas con marco de nácar marrón, gruesas lentes, mirar profundo, a veces distraído, manos alargadas y enormes zapatos. Se interesó brevemente por mi origen. Me confesó que en sus años mozos también había sido instructor de inglés en un colegio privado de la zona, del que guardaba gratos recuerdos. Su corpulencia iba acompasada con su aguda mente. Sureño, católico, se confesaba aristotélico, con aires de tomista recalcitrante. Había impuesto un método de lectura y creado un grupo de seguidores que, buscando aires nuevos, hicieron brecha con la llegada del estructuralismo y aún más, con las polémicas teorías de la deconstrucción.

Convivían con Wimsatt, el Senior professors, los juniors: Harold Bloom, Paul de Man, John Freccero, Joseph Hillis Miller, James Jameson (con reconocido cariz marxista), et alii. Habían enterrado en parte a los padres del formalismo de Yale: Wimmsatt, Cleanh Brooks, The Well Wrought Urn, Wellek, Louis Martz, et alii. La muerte de Wimsatt me llegó de sorpresa un año antes de terminar el doctorado. Un año después, salió de la editorial universitaria (Yale University Press), The Day of the Leopards. Essays in defense of Poems, un libro póstumo, en donde aireaba las nuevas propuestas críticas de sus maduros discípulos. Tal intercambio era un ejemplo de la gran vitalidad académica de esta universidad y de su profesorado, innovador, inquieto, polemista. Rompedor.

No me perdí la serie de conferencias (cinco) que ofreció en un gran auditorio el prestigioso lingüística Roman Jakobson. Ya cercano a los ochenta años, acababan de salir parte de los volúmenes dedicados a él como homenaje. El auditorio estaba a tope. Lo más distinguido del profesorado de Humanidades y Ciencias Sociales en primera fila. Expectación ante el gran sabio. Todo un éxito. Por primera vez, creí, toqué la figura del genio: referencias en latín, griego, ruso,

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