Opinión

Memorias sin olvido

Don Vicente Llorens, ya jubilado de Princeton, y profesor visitante en el campus de Stony Brook, perteneciente al sistema de la Universidad del Estado de Nueva York, llegó de la mano de Manuel Durán, ex alumno de Américo Castro y de don Vicente. Bajo de estatura, de pelo blanco, trajeado con elegante chaleco, muy chapado a la española, con un destacado acento madrileño, afable, cordial. Se había hecho famoso con su monografía sobre románticos y liberales. Constaba como guía de lecturas en el programa de doctorado. Su conferencia versó sobre Eduardo Blanco-White, el romántico español exiliado en Londres. Su pose de inconformista, de trasterrado o exiliado, defensor de la libertad y de la democracia, con un brillante y minucioso diario, era objeto de aquellas de nuevos estudios y de una amplia difusión.

A la cabeza el eterno resentido Juan Goytisolo, despotricando sobre barbaridades patrióticas y seleccionando textos que le ofrecían hiperbólicas lecturas. Don Vicente sentaba aires de dicción académica, pausado, lento, como masticando sílabas y sentencias. Su campo de interés: la relación entre literatura e historia. Su ensayo sobre el Quijote y la Historia, que recogió George Haley en un volumen de ensayos sobre el hidalgo manchego, era revelador. Años atrás yo había sido entrevistado por don Vicente en su despacho de Princeton como candidato en el programa graduado. No me recordaba. Murió a los pocos años de pasar por Yale.

Siguiendo el mismo contacto (Manuel Durán, Vicente Llorens) llegó a Yale Max Aub. Seguía una bien trazada tournée por los departamentos de español de las universidades del Éste de Estados Unidos. Hubo un tiempo que eran estrechos y afines los lazos entre los Departamentos de lenguas romances (o románicas) de Yale, Princeton, Cornell y John Hopkins. Harvard siempre se consideró como la más lejana y excluyente. Se notaban las agudas rivalidades. Durán presentó con gran pompa y afecto a Max Aub (había cortejado a una de sus hijas durante sus años en la ciudad de México), figura preclara entre los republicano exiliado en la ciudad azteca. Valenciano, nacido en Segorbe, pasó hambre y miseria en los campos de concentración en el Norte de África. Ya afincado en México, llevó a cabo una gran labor no solo como periodista, pero también como editor, poeta, promotor cultural, dramaturgo y destacado novelista. E incluso como crítico literario. Es autor de una Historia de la Literatura Española y su producción, comentó Manuel Durán en su presentación, subía a más de cien libros.

El reducido auditorio quedó perplejo. Con gruesas lentes, de baja estatura, cara troceada por cientos de arrugas, vivaracho, simpático, preguntó a la audiencia cuantos habían leído alguno de sus libros. La respuesta fue negativa. Lo que desmoronó la hiperbólica presentación de Durán. Visitó España a los pocos años; regresó a México despotricando contra su dictador, y murió al poco tiempo tal vez de desilusión. O de desencanto. O de desasosiego. Su Antología traducida, una colecta de unos cien poetas, de variada procedencia (desde griegos y romanos a modernos), cada uno con su peculiar biografía y variado estilo, eran máscaras del incluido también como heterónimo: Max Aub. Uno y todos ellos. Tal eclecticismo, ya en su sangre: padre alemán, madre francesa, de origen judío, ya con un marcado acento mexicano.

Me valió años después para hilar mi teoría sobre los poetas creadores de heterónimos: desde el Abel Martín y Juan de Mairena de Antonio Machado a los clásicos de Fernando Pessoa y los ancilares de Max Aub. En el congreso internacional que Joan Oleza organizó en Valencia sobre la figura de Max Aub fue el tema de mi plenaria. Allí estaban las tres hijas de Max, y acompañándolas el bondadoso Manuel Durán, albergados en el mismo hotel y comiendo en el mismo comedor. Era como si la rosa de los vientos juntase al maestro y al alumno bajo la mirada del inolvidable y hierático Max Aub. Segorbe le dedicó una biblioteca y un archivo con sus obras y documentos. Y la sección cultural del Ayuntamiento de Valencia planeó la publicación de sus Obras completas.

En mente, aquella cara fruncida, troceada por sus profundas arrugas, frente despejada, gruesas lentas de miope, de paso lento y meditado, imagen de la España peregrina, azotada por la brújula de la historia, situada con frecuencia en el límite de unos contra otros. En búsqueda de un centro ausente: su identidad.

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