Opinión

Mi casa vaciada

Mi casa ya no es mi casa. Ya es otra casa. Pasaron los años y vuelves al lugar donde estuvo pero ya no está. Protegía, acogía, invitaba al diálogo. Era quietud y espacio doméstico. Se ubicaba en un lugar reconocible, concreto, y convocaba a la vez un espacio de signos, de enseres, de objetos familiarizados. Se amoldaba a la idiosincrasia de quien la habitaba. Su diferencia topográfica ordenaba estancias y quehaceres: cocina, sala, alcobas, patio, corral, y asignaba una rutina cotidiana: el comer, el leer, el escribir, el descansar, el hablar entre quienes la habitaban. El salir y el volver. Era el espacio del ocio, del agasajo y de la hospitalidad. También de la discusión doméstica, de la relación íntima y de la confrontación. En ella se nacía y se situaba el lecho de la muerte. Pero aquella casa ya no es mi casa.

La casa igual a otra, o diferente, -su conjunto poblacional- es también objeto de estudio de la historia, de la geografía, de la antropología, de la arquitectura y del medio ambiente; también de la literatura y de los estudios sociales. Le dan forma los personajes que la habitan. Y las labores que en ella se practican. Acoge una farmacia, una carpintería, una labor casera. Y cobija las esperanzas, inquietudes y aspiraciones de sus inquilinos. Es el espacio del quehacer doméstico y cuotidiano; del entrar, del salir y del llegar.

La casa refleja con frecuencia el poder económico de quien la habita. También el estrato social y hasta la ideología y filosofía del vivir. La vuelta a la casa, después de una larga ausencia, se hace o bien para descansar o para identificar un origen y unas pertenencias. Asocia múltiples connotaciones sociológicas, literarias y míticas: el palacio de Odiseo (Ulises) en Ítaca y la llegada de este, al lado de su hijo Telémaco, al encuentro con su amada Penélope. Se tornó en un espacio de augurio trágico y de confrontación.

La casa física, la imaginada, la que aún permanece en la memoria, la ya vacía, acompaña en la memoria a quien la habitó. “Esta es mi casa, o esta fue mi casa”, se le dice a quien nos visita. La casa vaciada, decaída o arruinada, es la emblemática casa de la muerte. Así es Chamoso, una pequeña aldea entre Castro y Parada de Sil tristemente vaciada. Las casas en ruina, apenas identificables. A ella me acerco a veces en mis paseos a media tarde. Reina el silencio. Uno se imagina el salir y el entrar de sus escasos vecinos, el afán del vivir, las pertenencias de sus objetos domésticos, sus sentimientos rurales, apegados a la casa, a la íntima vivencia de su interioridad. Contrasta con las casas de mis lecturas preferidas. Distinta es la casa de don Antonio Moreno (Don Quijote, II, 62), situada en la ciudad de Barcelona. La casa posee una sala, un aposento, un lecho, dos pisos, y una fabulosa maquinaria (una cabeza hueca) que, situada en el aposento de arriba, podía contestar a las preguntas que se le hacían. Se cenó en su casa espléndidamente, observa el narrador. La casa como espacio rural o urbano es en Don Quijote a modo de rosa de los vientos: lineal (camino) y circular (casa, castillo, palacio); horizontal (venta) y vertical (cueva de Montesinos), centro (La Mancha) y periferia (Barcelona).

Todo espacio es cultural, social y polisémico, Lo son los cementerios, las iglesias, los burdeles, los centro psiquiátricos, las prisiones, los manicomios. Sobre algunos de ellos ha escrito páginas brillantes Michel Foucault. Casado Sancho Panza de andar de ceca a la meca, siguiendo a su alocado caballero andante, piensa a punto de abandonarle que “Harto mejor haría yo, sino que soy un bárbaro, y no haré nada que bueno sea en toda mi vida; harto mejor haría yo, vuelvo a decir, en volverme a mi casa, y a mi mujer, y a mis hijos, y sustentarla y criarlos con lo que Dios fue servido de darme, y no andarme tras vuesa merced por caminos sin camino y por sendas y carreras que no las tienen, bebiendo mal y comiendo peor” (II, 28).

Pero no sucedió así. Los sueños de grandeza que la prometía su amo lo desheredaban de su casa.

(Parada de Sil)

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