Opinión

La muerte mendiga mi sangre

Su muerte causó consternación. Porque también las mujeres poetas se suicidan. Son señaladas las que así lo hicieron. Cubren la geografía literaria de épocas variadas: desde la Antigüedad clásica a los últimos años del pasado siglo. Tales hechos establecen una serie de dilemas sin dilucidar. Uno de ellos, la posible relación entre creación artística y enfermedad psíquica: depresión, angustia, desazón moral, desasosiego existencial, marginación. Van más allá de la idea fija, de no poder superar obsesivas carencias. O de vivir sujetos a un cuerpo que se encamina al polvo, en esa angustiosa obsesión de remodelarlo.

O de romper o instaurar las nuevas fronteras de un lenguaje apenas articulado.

Fue un mito romántico la muerte inesperada de un joven poeta. Lo inició envenenándose Thomas Chatterton a la edad de diecisiete años. Huérfano y con escasos medios de supervivencia, pobreza y abandono, ya a los once años fue reconocido como un niño prodigio. Influyó en la joven generación de poetas románticos ingleses: Keats, Coleridge, Shelley.

En la novela consagró el suicidio el gran personaje de Werther de Goethe, presente en Las penas del joven Werther. Su impacto fue sorprendente. Fue muy leída provocando una oleada de suicidios en ambos sexos. En los ávidos lectores de nuestras letras, en mente la muerte de Mariano José Larra, con apenas veintiocho años, disparándose un tiro en la sien. A su domicilio madrileño, situado en la calle de Santa Clara, documenta Carlos Janín (Diccionario del suicidio), llegó su amada Dolores Armijo, acompañada de su cuñada, quien le anuncia la ruptura de sus relaciones. Se acercó a la casa de Larra para devolverle parte de las cartas de amor que habían intercambiado. Y le comunica que volvía con su marido. Un agujero en la sien, un filo de sangre, una mueca sombría y los ojos entreabiertos fue la imagen que Adela, la hija de Larra, le arrebata su inocencia. Había llegado para darle las buenas noches a su padre. Su entierro fue un clamor de popularidad y de consternación.

¿Y de qué huía Ángel Ganivet, uno de los miembros preclaros de la Generación del 98 cuando se arrojó desde un barco a vapor en el que viajaba por el río Dwína (Finlandia). Y después de ser rescatado con gran esfuerzo por los pasajeros en un descuido se arrojó de nuevo sobre la corriente helada? ¿Y cómo se explica el intento fallido de suicidio que se secunda con éxito la segunda vez? Tal fue el caso del poeta y ensayista Antero de Quental que tuvo que dispararse dos veces consecutivas para lograr su muerte. Es posible establecer una larga anatomía de suicidios, provocados por del alcoholismo, la demencia, la histeria degradada, extrema, la esquizofrenia, la ansiedad, el desengaño amoroso, la infidelidad. Y tal vez el cansancio moral, la exacerbada sensibilidad. El suicidarse es una forma de morir.

Otro caso llamativo. Cesare Pavese, nacido en un bosquecito del Piamonte, entre bosques, colinas y viñedos, quedó huérfano de padre al cumplir seis años. Doctor por la Universidad de Turín, especialista en los grandes novelistas ingleses y norteamericanos, y sobre todo en Walt Whitman (Leaves of Grass) sobre quien escribe su tesis doctoral. Cuatro mujeres, cuatros descalabros sentimentales, y al final dieciséis envases de somníferos acabaron con su vida. Su cuarta amante Pierina y su famosa frase: “Uno no se mata por el amor de una mujer. Uno se mata porque un amor, cualquier amor, nos revela nuestra desnudez, nuestra miseria, nuestro desamparo”. Uno de sus versos: “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”.

No menos misteriosa la muerte de la argentina Alejandra Pizarnik. Observa en una ocasión que: “Entre otras cosas escribo para cuando suceda lo que temo”. Y uno de sus versos célebres, a modo de rotundo epigrama: “Afuera hay sol./ Yo me visto de ceniza”.

Me sorprendió, viviendo carca de Boston, la muerte de Sylvia Plath. Su muerte inesperada me fue más cercana. Leí los detalles en el periódico The Boston Glove: vida compartida con el poeta inglés Ted Hughes. A los seis años escribe su primer poema y a los ocho años pierde a su padre, profesor de biología en la universidad de Boston. Quedó Slvia profundamente afectada. Se licencia con una tesina sobre la figura del doble en la obra de Fedor Dostoyevski. Azotada por una profunda depresión, viviendo en Londres y separada de su marido por asumidas infidelidades, se encierra en su cocina, abre la llave del gas y mete la cabeza en el horno.

Auguró su muerte en uno de sus versos: “La llave pienso devolver/ que permitió mi entrada/ en el estudio de Barbazul”. Y en el breve poema titulado “Nada”: “El viento muere en mi herida./ La noche mendiga mi sangre”.

Parada de Sil

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