Opinión

No quise volver a Providence

La despedida fue sencilla, fácil, serena: club de la Facultad, sábado, a media tarde, un puñado de colegas, directora y secretaria del departamento; Geoffrey Ribbans leyendo un breve resumen biográfico, y un numeroso grupo de estudiantes de postgrado, canapés, mariachis y unos minutos de baile y alegría. Detrás quedaban veintidós años de labor académica, tesis doctorales, seminarios, estudiantes de grado, uno de ellos camino hacia el doctorado en Harvard, para llegar a ser un reconocido hispanista (Eric Calderwood). Al oído, una colega, entristecida, me susurró con gravedad: “ya no te volveré a ver”. La profecía parece cumplirse.

A veces recorro mentalmente mi ruta hacia el Departamento, en las tardes soleadas, subiendo por Everett Street, cruzando Hope y, ya en Prospect Avenue, la impresionante mansión del Opus Dei, construida a finales del siglo pasado. Me pierdo por Blackstone Boulevard, en mis largas caminatas, ya caída la tarde, bajo viejos olmos otoñales, acompañado por una riada de gentes, jogging, caminando, sosteniendo el nerviosismo de sus perros. Y también por Newport, tardes también soleadas y, ya en Ocean Drive, el vibrante mar, puestas de sol, numeroso grupo con sus cometas, luciendo sobre el aire marítimo sus habilidades, rasgando con vertiginosos giros su ondular en múltiples colores y, ya a ras del suelo, subir aleteando sobre el viento. Como la vida.

El puerto de Point Judith era con frecuencia un gran espectáculo de barcos de recreo de vuelta de la cercana Black Island. Al otro lado de la ría, Babilonia, no lejos Jerusalén y Jericó. Pueblos bautizados a golpe de Biblia en mano, hisopo y agua bendita, imaginaba. Lo mismo la ciudad de Providence, y sus calles con aires puritanos. Roger Williams rompió con su grupo de Boston, y llegó a Providence rodeado por sus sumisos agregados. Afirmaron su fe con los preceptos morales y bíblicos que dieron nombre a calles: Hope (Esperanza), Prospect (Prosperidad), Benevolent (Benevolencia), Benefit (Beneficiencia), Angell (Angel). Grato en el recuerdo A. David Kossoff, bonachón, sencillo, humano. Siempre acompañado por su Ruth. Me recordaba a la insigne pareja, ya entrada en años, Henry R. Kahane y Renée Kahane, siempre juntos, los sábados de mañana, camino de su despacho en la excelente biblioteca de la Universidad de Illinois, en Urbana. También judíos, con un largo historial, nacidos en la vieja Europa, camino del Nuevo Mundo. Ya jubilados, los Kossoff trabajaban incansables en la corrección de las Actas del IV Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas celebrado en Brown en 1983. Modelos de dedicación, lealtad, hospitalidad y de saber estar.

Otro buen amigo, Domingos Oliveira. Llegó al departamento de portugués como profesor visitante, apoyado por la fundación Gulbenkian, procedente de la Universidad de Braga. Celebramos juntos algunas fiestas, añorando con saudade la tierra lejana. Llegó recién casado, con su esbelta y joven esposa. Formamos dos parejas bien avenidas.

Domingo llegaba herido de muerte. Un tumor cerebral, previo al matrimonio, retuvo la boda por varios años. Asumiendo que la remisión era total, dieron el salto a América. Se instalaron en East Providence, rodeado por una gran emigración portuguesa (algunos provenientes de Las Azores y Cabo Verde), con centros culturales, iglesias católicas y restaurantes étnicos. Dos años de felicidad y entrega amorosa. El tumor volvió a las andadas. A las varias operaciones les seguía la calma cada vez con breves lapsos que se rompían con una nueva crisis. La final rayó en tragedia: un pequeño avión privado, varias escalas hasta cruzar el Atlántico, Lisboa, y finalmente Braga, ya casi agonizando, Domingos Oliveira con apenas treinta y cinco años y su joven esposa con veintidós.

En nuestro último encuentro, camino del club de la Facultad (el último) ya se le notaba un tic al caminar, cojeando levemente. El tiempo marcó el olvido. Nunca tuvimos noticias de su viuda, Rosalinda, que llegó a Providence prendada de la sabiduría de su Domingos y se volvió a su añorada Braga, rasgada, deshecha, al lado de su marido moribundo, en un reducido avión que fue saltando de aeropuerto en aeropuerto, y de isla en isla, en medio del Atlántico, hasta la última escala cumplida.

Por ellos, sí volvería una vez más a Providence.

(Parada de Sil)

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