Opinión

La nueva aristocracia americana

Los nuevos contendientes a la Casa Blanca ya están en marcha. Con dos años por delante, Barack Obama, a quien se le describía como lame dock (pato cojo), sin agallas para nuevas iniciativas políticas, de momento supera el diagnóstico. Su programa de salud sigue sorteando trabas y asegura éxitos. Y obtiene logros diplomáticos: posible acuerdo con Irán en el desarrollo de armas nucleares y apertura diplomática, inusitada, hacia la perla del Caribe, Cuba. El joven senador llegado desde el estado de Illinois, de ascendencia afroamericana, clavó su gran lanza en Flandes, es decir, la Casa Blanca. Y su gran eslogan, “Sí, podemos” (Yes, We can), cacareado desde los altos del Capitolio, en Washington, reafirma su legado: desempleo mínimo, economía bullente, apreciación del dólar, exportación de petróleo, hábil política económica y firmeza en el programa electoral propuesto.


Nuevos candidatos, a dos años de la elección presidencial, se alinean y se apoyan en la vieja alianza del establisment: una élite que busca la sucesión de padres a hijos y hermanos (los Bush) y de marido a esposa (los Clinton). Se toleran las dinastías de políticos (los Adams, los Kennedy), paralelas a las viejas monarquías europeas cuya raigambre quedó erradicada en las Américas a partir del famoso Tea Party bostoniano.
Ya Thomas Jefferson distinguía la aristocracia natural, basada en la virtud y el talento, y la aristocracia artificial, en la sangre y en la riqueza heredada. Abogado brillante, gran humanista, ávido lector, sumamente culto, visionario (redactó su Constitución), fundó la prestigiosa Universidad de Virginia. E incluso delineó su impresionante campus. Jefferson representa, de forma híbrida, la doble herencia. Heredó de su suegro unas once mil acres de terreno y ciento treinta esclavos, pero se destacó no por la herencia recibida sino por sus logros. Su talento le garantizó fama, distinción y nombre. El elitismo no se reproduce; se instaura en el logro individual, ajeno al fervor de casta y linaje. En Estados Unidos el capital intelectual promueve y dirige el conocimiento económico. Y éste sí se hereda. El inteligente se asocia con pareja, inteligente. Ambos aportan elevados ingresos económicos. Asistieron a universidades de prestigio; viven en prósperas urbanizaciones; invierten en clases de piano para sus hijos, en tutores, y se rompen la cabeza para que sean admitidos en universidades de prestigio.


Y a la vez, las universidades que moldean a la élite norteamericana buscan con desasosiego al estudiante de talento. El que siendo pobre, pero es sumamente inteligente, ingresará en el gran club de la Ivy League (la liga de universidades privadas situadas en el Noroeste del país), redimidos del alto coste de matrícula y residencia. Tal el caso de Obama (Columbia, Harvard), el de su mujer Michele (Princeton, Harvard) y el de los Clinton (Georgetown, Wellesley College, Yale). Prima la aristocracia del talento. Los inteligentes se hacen cada vez más ricos y obtienen las mejores ofertas de trabajo. La distancia entre los que tienen (The haves) y los que no tienen (The have Nots) agrava la desigualdad social.


Es admirable la conciencia filantrópica de donar sumas de dinero a las universidades; la reticencia de imponer un modelo de educación única en todo el país; el afán de competir las universidades entre sí construyendo atractivas instalaciones: laboratorios, bibliotecas, gimnasios, campos de investigación, excelente profesorado. En el proceso se beneficia la sociedad, y la aristocracia del dinero se perpetúa. Las parejas universitarias se fraguan en la importancia de una excelente educación universitaria. La transmiten a hijos y éstos, a la vez, conscientes del poder económico heredado, a la siguiente generación. La correlación entre el dinero acumulado está, de acuerdo con Sean Reardon, de Stanford, en consonancia con el éxito de los hijos en los exámenes de admisión (SAT: Scholastic Assessment Test), en universidades de nombre. La prestigiosa Caltech (California Institute of Technology) admite a los estudiantes basada únicamente en sus currículo académico. La mayoría asiáticos. Ya no se tiene en cuenta la diversidad racial.

La meritocracia (o testocracia) no está bien vista por la izquierda norteamericana. La asocian con la vieja aristocracia europea. Si bien los resultados en las tests de admisión es una manera de romper con las estructuras sociales de los privilegiados, el mismo proceso mantiene el status quo basado en una instrucción universitaria elitista. Meritocracia y dinero se perpetúan. Y, de acuerdo con liberales y conservadores, niegan la esencia de América: the land of opportunities. El caso de Brown es claro: veintinueve mil solicitudes de admisión en 2014; aceptados, dos mil seiscientos. (Parada de Sil).

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