Opinión

Desde la otra aldea: la leyenda negra

New Hampton era un pueblo típico de Nueva Inglaterra, situado en el borde de la autopista 91. Llano en su parte sur, quebrado y montañoso, con majestuosos lagos en el norte, lo preside el gran pico de la montaña Washington (Washington Mountain). Encabeza una vasta cordillera que se extiende a las Montañas Apalaches de West Virginia, Kentucky y Tennessee. Acurrucado en una de sus laderas, el famoso Mount Washington Hotel. En sus salones se celebró en 1944la famosa reunión (Breton Woods Conference) cuyos delegados, procedentes de cuarenta y cuatro naciones, regularon la moneda y las finanzas que regirían, una vez concluida la Segunda guerra mundial. Los bancos se comprometían a fijar un tipo de cambio fijo con el dólar. 

Los veranos en New Hampton (estado de New Hampshire) eran tranquilos, apacibles. Los días de calor húmedo se aliviaban a las orillas de un lago; brisa templada, refrescante. El otoño, un chorro de colores que hacía el transcurso por carretera una gozosa sinfonía cromática. Resaltaba el púrpura, el rojo intenso, el amarillo chillón, el marrón pardo. Desvanecido, y el suave violenta, de arces, olmos, abedules y robledales. New Hampton contrastaba con la aldea de la Ribeira Sacra de aquéllas tan lejana. El sosiego de la gente, la paz y tranquilidad que ofrecían la espesa arboleda, el ir y venir sin prisas, el hablar pausado, la atención personal, el interés por saber unos de otros y, sobre todo, su cortesía, formaban parte de su profunda herencia puritana. Población culta, deportista y viajera. Con apenas cien casas, algunas esparcidas por el interior de una gran arboleda, tenían en el centro del village una espléndida biblioteca. Era concurrida a la caída de las tardes, sobretodo en las largas invernadas. Lugar de encuentro de vecinos, de reuniones y de lecturas comentadas. El juego de cartas era sustituido por la lectura reposada, en diálogo. 

De aquéllas, ya era experto en identificar las marcas de los potentes automóviles que subían y bajaban por la autopista: los majestuosos Chevrolet Impala, el Fifth Avenue y el New Yorker de la Chrysler; el potente Toronado y el Electra descapotable de la Buick, el alargado y majestuoso Cadillac y no menos el Lincoln Continental. Aullaban de camino a las estaciones de esquí o ya de vuelta a Boston. Mi favorito: el atractivo e icónico Ford Mustang 289, rojo, descapotable, modelo, 1965, diseñado por el ejecutivo de la Ford, Lee Iaccoca. Era el furor de la gente joven. Y lo era el Barracuda de la Plymouth. 

No era fácil obtener la residencia. Se asumía que el español era de tez oscura, pelo negro, temperamento súbito, tramposo, apasionado y hasta donjuanesco. Se sorprendían que nuestra hija fuera rubia, ojos azules, tez blanca. Tal estampa rompía los estereotipos que tenían un largo recorrido, ya desde la Leyenda Negra. Fijó en el imaginario colectivo yanqui la figura del español avaro en busca del oro de mayas, incas y aztecas. La figuras del conquistador, asociadas con Cortés, Pizarro y Almagro, habían sido grotescamente demonizadas. Éramos los primeros españoles que, como parte de la facultad de New Hampton School, residía en dicho pueblo, con trescientos años de historia. Nos observaban con aguda atención a la espera de confirmar algunos de los estereotipos presentes en los manuales de historia europea. Representaban a los españoles de antaño como crueles y avariciosos. Exageraban las acciones imperialistas de la Casa de Austria, a mediados del siglo XVI, y los enfrentamientos entre Católicos y Protestantes

Amable, generoso, siempre de buen humor, el Headmaster (director) Thomas Moore quedó como prototipo de hospitalidad y de dedicación: educar a los jóvenes como modelos de futuros ciudadanos. Una vez al mes, a veces cada dos semanas, convocaba una reunión plenaria de la facultad (unos cincuenta profesores) que presidía. Se presentaban las directrices pedagógicas del centro, el porcentaje de admisiones, el resultado de las competiciones deportivas, los éxitos y fracasos académicos y, en muchos casos, se comentaba, uno a uno, los casos que merecían una atención escolar individualizada. Se alertaba a la facultad y se pedía atención especial para el alumno retrasado, con problemas familiares, sicológicos o sentimentales. Tolerancia cero sobre el uso de drogas y el fumar en el recinto escolar. La expulsión era inmediata. 

Los fines de semanas alternos, sábado de a ocho a doce de la noche, llegaban autobuses con chicas de las cercanos colegiosmen calidad de internados. Elegantes, bien vestidas, bailaban los ritmos más dispares en el salón habilitado. Los desplazamientos eran alternos y los bailes eran supervisados por un miembros de la facultad, asignado para tal función. Just memories. 

(Parada de Sil)

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