Opinión

De penuria académica y política

Se lee poco en este país, anotan las estadísticas más fiables en comparación con el resto de los países del norte de Europa. Por el contrario, y paradójicamente, se escribe mucho y se publica mucho más. Un país que lee disfruta de un alto nivel económico y social, de gobernantes cultos, bien preparados en todos los niveles de la administración pública. Saber leer es también saber vivir con dignidad, con respeto a la opinión ajena, al adversario político, al vanidoso. Unas horas de estudio diario, como en una ocasión advertía Julio Anguita, debe regir la disciplina del buen gobernante. Le fuerza a calibrar sus juicios críticos y de reflexión; a adoptar decisiones por el buen común de todos, ajeno a él mismo. La filosofía de la historia, los grandes movimientos políticos, las crisis sociales, las insolvencias económicas, las estrategias puntuales, son a modo de faros que iluminan desde el pasado los nuevos programas. 

El líder culto, bien preparado en ciencias sociales, en derecho, en administración pública, en humanidades, en el manejo de varias lenguas, afirma su presencia en foros internacionales con relevancia y distinción. Sucede que a veces la casa se hace por el tejado. La incultura se impone: un ministro de educación sin experiencia docente y con mínimos títulos universitarios; una ministra de sanidad sin apenas experiencia médica, una nueva universidad situada en el margen de la ciudad. No en su centro, como la está la catedral, la casa consistorial, el palacio episcopal. Y aún más: pequeñas bibliotecas diseminadas, sin apenas lectores, con escasos libros y de no fácil acceso. En general, en los países anglosajones, la Universidad se sitúa en el centro de la ciudad, en íntima simbiosis. La hace partícipe de sus actividades culturales (conferencias, simposios, seminarios, conciertos), y hasta de sus triunfos y fracasos deportivos. La biblioteca destaca como el edificio más sobresaliente. Incita y mueve a penetrarlo. Tal sucede en ciudades con menos de diez mil habitantes. Un pueblo culto no se deja embaucar por falsas sirenas, por las nuevas utopías del líder, impulsivo, radical. 

Juan Valera, conocedor de la España de su tiempo, autor de Pepita Jiménez, puso el dedo en la llaga: “En España se estudia poquísimo y se sabe menos de lo que se estudia; a fuerza de ingenio, algunos han logrado hacerse perdonar su ignorancia”. Y concluye: “¡cuán triste recurso para buscarse la vida es el de escribir tonterías confiado en la necedad y poca doctrina de lectores! . . . Y, sin embargo, ¡cuántos escriben así!” Fernando de Castro, en el discurso inaugural (1 de noviembre de 1868), presidiendo el rectorado de la Universidad Central, pone en tela de juicio las políticas de la enseñanza del país, a los profesores (¡la nueva casta!) como una clase especial de funcionarios, la centralización de la instrucción pública, la falta de iniciativas, la oposición a la enseñanza libre. Y concluye: “la consagración de la libertad de la enseñanza será uno de los timbres más gloriosos de nuestra regeneración presente”. Un término tan actual: regeneración.

Aconseja la promoción de conferencias públicas que difundan fuera de la universidad los conocimientos humanos; fomentar la creación de asociaciones que funden la enseñanza en las clases obreras y la propaguen hasta en las más retiradas aldeas; abrir cursos especiales destinados a completar la educación de la mujer; procurar que la juventud se agrupe en academias científicas, y que se logre “que nuestras bibliotecas y museos puedan utilizarse libremente y por el mayor número”. Ved aquí, concluye, “los principales medios, que espero aprobaréis, para mejorar el estado intelectual y moral de nuestro pueblo: mejora sin la que, creedme, la libertad perece, y se apaga en la indiferencia el amor a la patria y a las instituciones”.

El resto es historia. En 1867 fueron separados de sus cátedras los profesores que se negaron a prestar juramento de fidelidad a la Iglesia y a la Corona; en 1868 cayo Isabel II; en 1869 se convocó el Concilio Ecuménico (Vaticano I), que Fernando de Castro deseaba, pero con un espíritu muy contrario al que él quería. Este hombre, atormentado, abandonó la Iglesia. Con él se apartaron varios amigos y discípulos entre ellos Giner de los Ríos, Se abrió un capítulo nuevo en la historia intelectual y espiritual de España., marcada, como ahora, por una radical división. 

Así lo confirma Gumersindo de Azcárate con ocasión del discurso de Nicolás Salmerón, Presidente de las Cortes Constituyentes, el 13 de Junio de 1873, con aires proféticos, de rabiosa actualidad: “Lo que debe proponerse es la reconciliación de los españoles entre sí y con su país, un progreso tranquilo y seguro y una buena administración” (. . .); “el honor, la riqueza y la civilización son destruidos no por un enemigo cruel e invasor, sino por las miserables facciones interiores, dispuestas a que todo perezca antes de que triunfen sus adversarios (. . .)”. 

Antes como ahora. La misma cantilena.

(Parada de Sil.

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