Opinión

Por la ruta 66 (USA)

Nunca tuve la ocasión de hacer la Ruta 66 que, desde Chicago, atraviesa el Medio-Oeste americano, y concluye en Los Ángeles. Integrada en autopistas paralelas, ha perdido la pátina mítica, rural y folclórica, de mediados del siglo pasado. Ruta de camioneros, de luminosos moteles, de extensas granjas, de locales oscuros, de shows extravagantes, de cafeterías familiares de mal gusto, kitsch, de figuras pintorescas, estrafalarias. Aún la recorren moteros ya entrados en años, pendientes colgando de sus orejas, nostálgicos de lo que el viento se llevó: el pasado. Tatuados hasta las cejas, caras policromadas, sempiternos iconoclastas, remueven memorias ya perdidas. Los erizados anuncios ya no anuncian la gasolina Móbil o Chevrón, el pitillo Camel o Malboro colgando de la boca del cowboy  y, sobre su jinete, sombrero de copa alta, ala alargada, doblada ligeramente a los lados, bota vaquera, de piel de vaca, de serpiente, caimán o avestruz, punta pronunciada, tacón alto. Eran parte de la Ruta 66. Cuerpos rollizo, el del cowboy, ojos azules, pelo rubio, jeans, lazo sobre la montura y revolver colgando del ancho cinto. Y las brillantes luces de neón que anunciaban, al atravesar una pequeña ciudad, el legendario automóvil Packard, el Desoto de la Chrysler, el Studebaker, y el más clásico: el Hudson. La Ruta 66 está víva en las nuevas generaciones, aquende los mares.

Era el camino en busca de fortuna y riqueza. Caravanas y arrieros, unos detrás de otros, cruzando Oklahoma, Nuevo México y Arizona en busca del oro que, en forma de pepitas, bajaba por las vibrantes corrientes de un riachuelo. En el imaginario colectivo, el más allá: California y Oregón, ya en los márgenes del Pacífico. Las nuevas brisas anunciaban un fantástico edén. Y el insinuante eslogan, Go West, young man, go West). La ruta 66 era el camino a seguir. Más allá del desierto de Nevada se fijó, en el imaginario colectivo, El Dorado, metáfora de riquezas fabulosas. Con tal nombre se identificó uno de los automóviles más deseados: el Cadillac-Eldorado. Así lo recoge Edgar Allan Poe en su poema  “El dorado”. Se asoció con la fuente de la juventud y hasta con Shangri-La, la ciudad del placer y de la felicidad, lejana, de difícil acceso. Imposible.

Ya en la ruta 66, en el estado de Oklahoma, Clinton es parada obligada y lo es la visita del museo Ruta 66.  Y no menos el popular rancho Cadillac, en Amarillo, Texas, ya bajando hacia el suroeste. Es uno de los grandes iconos de la ruta. Sorprenden los lujosos automóviles Cadillacs (General Motors), con sus morros clavados en el suelo, a modo de una gran hilera de chatarra, o de un cementerio del despilfarro. El visitante puede pintar sobre ellos y constar su nombre a modo de peregrino pateando un sueño perdido. Only in Texas, comentaría el alocado viajero en el alto de su Indian, una de las motocicletas más veneradas del pasado. Al excéntrico millonario Stanley Marsh, impulsor y propietario del museo, le movía el promocionar la carrera de jóvenes artistas, muchos de ellos menores de edad, y aprovecharse de su posición en demanda (dèja vu) de favores sexuales. 

La Ruta 66 ha sido celebrada en famosas películas. Mi preferida, Easy Rider (El diablo sobre ruedas). Y aludida en Las uvas de la ira de John Steinbeck, que la identificó como The Mother Road. La popularizó la canción Get Your Kicks on Route 66 en versión de Nat King Cole y también de los Rollings Stones. Santa Mónica, a 30 kilómetros de Los Ángeles, es una maravillosa ciudad a orillas del Pacífico. Es el puno final de la Ruta 66. El nombre de la ciudad asocia, en la criptografía católica, una antigua misión (no muy lejos Santa Bárbara), y el nombre de la madre de san Agustín. Celebró éste en sus Confesiones las dualidades de un acongojado yo autobiográfico, que impactó las letras del Renacimiento europeo. Ahí están los Ensayos de  Montaigne. 

Seguir o tomar una ruta es cifrar una experiencia que, paso a paso, se incorpora como historia y como vivencia personal. Existen rutas espectaculares: las que ascienden a picos casi inalcanzables. O las que atraviesan parques naturales, o descienden por valles impresionantes. Rutas que dan nombre a un personaje (Don Quijote), a un activo comercio (Ruta de la plata) o a un impulso catártico (El camino de Santiago). Y las que siguen el trazado narrativo de una novela: Fortunata y Jacinta en el Madrid de Galdós, A Esmorga de Blanco Amor, en su Auria natal. 

Yo subiría a los altos de Machu Pichu, de la mano de Hiram Bingham y de Pablo Neruda. El primero, doctor por Harvard en historia latinoamericana, lector en Yale, prefirió a las aulas universitarias el recobrar viejas rutas. Una de ellas, la ruta comercial que desde Buenos Aires llegaba a Lima y seguía hasta Cuzco. Desde aquí, siguió en busca de la “ciudad perdida” de Vilcabamba, refugio del Inca Manco Capac al enfrentarse a los españoles en 1530. A través de su guía, Bingham tuvo noticia de que en el alto de una montaña existía una ciudad en ruinas, conocida en quechua como Machu Picchu, es decir “ciudad antigua”. 

La escalada fue difícil. Terrazas sobre terrazas sostenidas por grandes muros de piedras, casas en ruinas, impresionante mampostería. Ciudad mágica. Se cree que Machu Picchu fue el refugio del emperador Inca Pachacutec (“el que remueve la tierra”), y que fue abandonada al morir en 1472. Machu Picchu es central en el gran Canto general de Pablo Neruda. Libro visionario, profético, ante la gran ciudad, espectáculo de la historia Inca.  Neruda la identifica en versos memorables: “Esta fue la morada, éste es el sitio: / aquí los anchos granos del maíz ascendieron / y bajaron de nuevo como granizo rojo”. Y se pregunta en el canto X: “Piedra en la piedra, el hombre, dónde estuvo? /Aire en el aire, el hombre, dónde estuvo? / Tiempo en el tiempo, el hombre, dónde estuvo?”. Esta, mi ruta preferida. 

(Parada de Sil)

Te puede interesar