Opinión

Un puente de papel

Los mecanismos que mueven un texto literario son diferentes de la realidad que le da cuerpo. Su composición, estructura y significado están determinados, impuestos, desde el afuera del texto: por el lector a quien se dirige. Y el acto de suprimir, alterar, ocultar al personaje que el narrador pone en evidencia funciona a modo de subterfugio, de huida del “yo” como personaje. Tal hecho, y dejando a un lado las posibles implicaciones psicológicas que conlleve, arriesga la ligación de identidad entre el autor y el narrador y entre el narrador y su personaje. De ahí la paradoja. Y también que la historia espiritual, en este caso el Libro de la vida de santa Teresa como relato autobiográfico, raye con las fronteras de la ficción. 

Teresa de Jesús, al igual que Lázaro del Lazarillo de Tormes, su contrafigura, dirige sus escritos a Vuestra Merced y ambos narradores inician sus relatos desde el principio de sus vidas. En el caso de Lázaro, con el fin de “que se tenga entera noticia de mi persona”; en santa Teresa (también usa el término “caso”) como explicación y defensa. Detrás está también en el Libro de la vida la presencia de un confesor o de varios que la aconsejan; de numerosas monjas que leerán el texto y de un censor, el Maestro Juan de Ávila, que finalmente juzgará lo escrito. También el temido dictamen de la Inquisición. El principio del texto, y de nuevo como en el Lazarillo, surge movido por un acto de obediencia, a modo de una apología pro vita. El confesor le ordena que describa sus experiencias espirituales. Estas servirán a la vez de modelo ejemplar y de módulo narrativo. El Libro de la vida de la santa de Ávila viene a ser en este sentido la primera gran defensa de la dignidad de ser como escritora y como mujer, distante de la monja mejicana Sor Juana Inés de la Cruz. 

El principio del Libro de la vida destaca otros pactos de mediación. A lo que en un principio fue una “Relación de hechos” le sigue “un discurso de mi vida lo más claramente que yo entendí y supe sin dejar nada por decir”. Se lo dirige a Diego de Cetina con el fin de confesarse con él. El nuevo término, discurso, es no menos significativo. Al dominico Pedro Ibáñez le dirige más tarde “la manera de oración que ahora tengo” (Cuenta de oración). Éste le ordena escriba otra más extensa sobre su vida espiritual. Al redactarla, en 1562, Teresa de Jesús tiene ya en mente a sus censores espirituales. Los encabeza García de Toledo. La primer redacción del Libro de la vida, que data de 1554-1555, coincide con su amistad con el maestro Gaspar Daza y Francisco de Salcedo. Destina para el primero la “parte de mi alma y oración” (xxiii, 8), un eslabón de lo que será su Libro de la vida. 

La memoria apunta (lato sensu) al acto de recordar sucesos, acciones, personas, lugares, sentimientos; un texto, una melodía, una acción; el por qué, el cómo, el dónde, el cuándo, etc. Para Henri Bergson la memoria es par excellence el recuerdo espontáneo de sucesos ocurridos. Distingue el filósofo británico Bertrand Russell la memoria hábito y la memoria real o verdadera. Le otorga a la segunda el acto cognoscitivo, peculiar, del conocimiento. Y cierto que la menoría es falible. Es decir, se puede recordar algo que aparentemente nunca ocurrió o no recordar lo que realmente ocurrió. Se trata en este caso de una memoria verídica en oposición a una memoria ostensible. Y ésta puede ser o no falsa en relación con el sujeto al que hace alusión. Habla san Agustín de las “innumerables cavernas de la memoria” (antris et cavernis innumerabilibus, Confesiones, iv, I, 9-10) donde se guardan todas las imágenes que forman la cadena hacia la divinidad. 

Sin embargo el acto de recordar es obviamente diferente del imaginar. Al primero le es pertinente una recurrencia de imágenes, o bien un sentimiento de familiaridad con el sujeto que las recobra, o bien la asociación con un pasado de donde surgen, consignadas en un orden de sucesión y en un lugar en el tiempo. En alerta la memoria, advierte la santa carmelita en el Libro de la vida, ya que ésta memoria procura, “desasosegarlo todo” (xvii, 5), consciente de los fáciles viajes en alas de la imaginación. Parada de Sil.

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