Opinión

Los silencios de un aviador


Aquel artículo me impresionó.  Lo leí varias veces y quedó zumbando en mi quebradiza memoria. Salió en La Región, ya pronto hará dos años (el siete de octubre de 2020). Me cautivó el título: “El silencio del aviador”; su coherente sinceridad, su mea culpa, sus traviesas andanzas, sus otros mundos, y sus muchas horas de vuelo, pilotando su helicóptero, bordeando paisajes, subiendo, bajando, volteando, cambiando de ruta, y volviendo con más frecuencia, como aleteando, a su espacio añorado: el Cañón del Sil. A la mirada mágica de un paraje único e irrepetible. Dio nombre a un camping en la Ribeira Sacra, y volvía con frecuencia desde su lejano Vigo, oteando nuevos parajes al borde del camino hacia la iglesia románica de Santa Cristina, en la aldea de Castro, Concello de Parada de Sil.

 Habían pasado una larga veintena de años desde nuestro primer encuentro. Él me leía y yo lo leía. Dejó un manojo de artículos incisivos (“ahí quedan mis artículos”, dixit), y concluye ya en el primer párrafo con contenida ironía: “Sin embargo no puedo decir ‘misión cumplida’, porque aún me quedaba todo por hacer”. Con las semanas contadas, Julio Dorado confirmó en frases lapidarias su garra de ducho observador y ágil escribidor.

Escribía desde la inminencia de su último vuelo: “Todo hombre de mi edad lleva en su interior un cementerio de seres queridos”. Y a todos ellos los evoca en “El silencio del aviador”, ya camino del eterno silencio: “Aun respiro, pero el bífído lagarto ya intuye mi carroña”. Afortunado como aviador, concluye que “colgado de punta a punta del cielo ha disfrutado de la misma perspectiva de los dioses”. En breve curriculum describe Julio Dorado sus memorables vuelos (del mar Muerto al Sahara, de la cordillera de los Ángeles al rio Misisipi), y sus travesuras humanas. Y concluye: “Dicen que uno es de lugar donde están enterrados sus muertos. Yo soy del viento”. Y pide que sus s cenizas vaya una parte al Cañón del Sil, la otra a las rocas de Mougás. 

Niega ser escritor pero se reafirma Julio como el aviador que aguarda al silencio de su último vuelo. Ya sin retorno. El silencio como una imagen que habla sin palabras adquiere una miríada de significados en la cultura de Occidente. Sus connotaciones se extienden al ámbito bíblico, social, literario y hasta pictórico. A la pintura que habla en silencio alude Piedro Aretino en el elogio que dirige a don Diego de Mendoza ante su impresionante retrato: “Miri a Mendoza vivo en la pintura: / habla en silencio . . .”. En un extenso poema que el gran dramaturgo Pedro Calderón de la Barca escribe a mediados del siglo XVII, para el coro de la catedral de Toledo (Psalle et Sile, Canta y calla), aúna voz y silencio. En las profundidades del silencio tiene lugar el tránsito místico. Agudiza la percepción del misterio divino y grava la conciencia lírica de lo sublime. De ahí que tan justa y extensamente se haya escrito sobre la retórica y la poética del silencio. Se establece como norma de conducta y de comportamiento social que, de acuerdo con Baltasar Castiglione (Il Corteggiano) define la anatomía social del caballero y del cortesano. El dolor silenciado, expresado en lágrimas, secreto asolado por la distancia y el desdén, lo imponen también las leyes del amor -leys d’amours- de los trovadores y del código del amor cortés, ya en el lejano siglo XV.

El amante es prisionero de la palabra silenciada: su alegórica “cárcel de amor”. Ya Garcilaso de la Vega equiparó el silencio con la soledad. Así en la Égloga I: “Por ti el silencio de la selva umbrosa, / por ti la esquividad y apartamiento, / del solitario monte m’agradaba”. El silencio lo impone la estupefacción o confusión del paraje contemplado, imposible de trasladar en palabras, en versos de Luis de Góngora: “Muda la admiración habla callando, / y ciega un río sigue, que, luciente / de aquellos montes hijo, / con torcido discurso, aunque prolijo, / tiraniza los campos útilmente”. El oxímoron “habla callando” asienta la disparidad compleja e hiperbólica de quien contempla, asombrado, en silencio, bajo un nuevo juego retórico. Y la noche es el tiempo privilegiado donde se instaura el silencio como contemplación: “Vence la noche al fin, y triunfa mudo / el silencio, aunque breve, del ruido”. El silencio es, pues, el instante previo a la voz del poeta, del místico, del caminante, del peregrino o del lector en busca de la música silenciada. O del silencio que, en brillante pleonasmo triunfa siendo mudo.

El silencio obliga a la vivencia de uno con uno mismo. Del quien soy, de dónde venimos, a dónde vamos. Es el gran peldaño hacia el más allá. Obliga a observar el entorno, y en sus vuelos en solitario, en su pájaro de metal (el helicóptero), Julio Dorado también imaginaría su último vuelo. Así en “El silencio del aviador”. Ya las vanguardias literarias de las primeras décadas del siglo XX (ultraísmo, creacionismo, futurismo) realzaron la mecánica poética del aeroplano. Destaca la extensa oda (Canción del Aeroplano) que José María Romero da a la luz en la revista Grecia (1919). Lo describe como “bello pájaro gigante, / lleno de gracia y majestad /desde donde los valles verdes / y las blancas montañas de la Tierra, / y la llanura azul del océano, / y la ciudad brumosa de enormes chimeneas . . . / .  Hoy recordamos al amigo Julio Dorado en el silencio de sus numerosos vuelos, de su presencia en el espacio que desde lo alto imaginó en la gran barbacana del mítico Sil y de su presencia no menos silenciada.

(Parada de Sil).

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