Opinión

Tejiendo letras

¿De qué escribir hoy? Debo cumplir mi objetivo: dar rienda suelta a tantas palabras inhibidas, soltarlas y dejarlas que unas tras otras vayan fijando un estado de conciencia, real o imaginado, para que los lectores de esta hoja-opinión (Crónicas desde la Ribeira Sacra) alivien su monotonías. O queden sorprendidos, admirados o decepcionados, ante tanta letra herida de sentido. Porque cada lector, hic et nunc (aquí y ahora) es con frecuencia una letra herida, en sus alegrías y decepciones. Tal nuestra identidad: un nombre de letras. Me urge concluir este párrafo y no le doy salida. A veces no me gusta lo que escribes o lo que lees en lo que otros escriben. A veces las letras se quedan desamparadas, ocultas. O distorsionan su alocada ambigüedad. O no dicen nada. O vocean. O insultan. Simple verborrea. O papanatismo. Aquel profesor de Yale, Williams Wimsatt, ya había escrito sobre la falacia intencional (Intencional phalacy): el salto entre lo que se quiere decir y lo que finalmente percibe el lector, pasado el tiempo, a través de lecturas y de nuevas generaciones.

La historia es un simulacro de letras hilvanadas. El hilo que las trenza varía en calidad y en forma de trenzado. La dicción de un relato nunca es semejante al otro relato sobre lo mismo. La diferencia el lector y el tiempo trascurrido. Lo afirmó con indiscutible claridad el gran Jorge Luis Borges. El inglés fue su lengua materna. Explica su precisión de estilo y de palabra breve. Cerré el ordenador (mi MacPro), mochila al hombro, ya media mañana, vacío de ideas, caminando hacia la Chavasqueira. Cruzo la pasarela por la Ponte Vella, auriculares, música clásica, y debajo, en el fondo, el manso río Miño, turbio, alborotado, calmado en remansos, como aquietado o suspendido en su continuo y casi eterno discurrir. Viene del verbo discurrere (latín ruere): andar, caminar, correr por diversas partes o parajes. Ya lo dijo Heráclito de Éfeso: todo fluye (panta rei). El devenir está animado por el conflicto y por el cambio incesante. El ente deviene y todo se transforma en un proceso de continuo nacimiento y destrucción al que nada escapa. Logos es también la ley que rige el devenir del mundo. Habla a través de los sentidos y de los signos que uno percibe

Al uso de los sentidos y de la inteligencia hay que agregarle una actitud crítica e indagadora. La mera acumulación de saberes no forma al verdadero sabio. Para Heráclito lo sabio es "uno y una sola cosa", esto es, la teoría de los opuestos. Quizás el fragmento más conocido de su obra sea el que en los mismos ríos entramos y no entramos; somos y no somos los mismos. En su base la alteridad: el uno y el otro. Si bien una parte del río fluye y cambia, hay otra (el cauce) que permanece y guía el movimiento del agua. Algunos ven en el cauce del río el logos que «todo lo rige», la medida universal que ordena el cosmos, y en el agua del río, el fuego. Tal vez contradictorio, pero Heráclito sostiene que los opuestos no se contradicen sino que forman una unidad armónica, dinámica.

Para Heráclito el arjé es el fuego. Representa la mejor expresión simbólica de los dos pilares de su filosofía: el devenir perpetuo y la lucha de opuestos. El fuego sólo se mantiene consumiendo y destruyendo y cambiando constantemente de materia. Ahora bien, el devenir no es irracional, ya que el logos, la razón universal, lo rige: todo surge conforme a medida y conforme a medida se extingue. El hombre puede descubrir este logos en su propio interior. Es común e inmanente al hombre y a las cosas. Tal doctrina fue interpretada, sobre todo en Platón, como una negación de la posibilidad del conocimiento. Si nada es estable, se niega la posibilidad de un saber definitivo. De Heráclito procede también la doctrina cosmológica del eterno retorno. La transformación universal tiene dos etapas que se suceden cíclicamente: una descendente por contracción o condensación, y otra ascendente por dilatación.

Sigo caminando por la Rúa Ribeiriño. A mi izquierda el rio Miño, a las veces pausado, a las veces tumultuoso, frotando sus aguas bajas sobre unos peñascos y, ya revueltas, espumas alborotadas, cambian formas y una miríada de colores a modo de arpegios de luz. Y de nuevo, rio abajo, ya manso y apaciguado. Y en el centro una diminuta isla: tres peñascos y un pequeño árbol que, doblegándose, y pese a su fragilidad, se resiste ante las grandes riadas que lo vapulean.

Da que pensar. Nunca se es uno mismo. Un pequeño mundo (un tópico que corre por la cultura de Occidente), que en este divagar mío se refleja en una diminuta isla entre cuyos peñascos se yergue un diminuto árbol, firme e impasible, en el centro de un rio, al margen de su cauce, llamado Miño.

(Parada de Sil)

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