Opinión

The russians are coming! (¡Qué llegan los rusos!)

Apenas llevaba un par de semanas pateando las calles de Manhattan. Una visa de turistas por tres meses (verano de 1966), prometía la vuelta a la aldea gallega al inicio del curso escolar. Me hice el sordo y saltando de trabajo en trabajo, como instructor de español en algunas academias privadas de lenguas extranjeras, me enfrenté al reto: no regresar. Vivía a diez minutos de Times Square, entre la Octava y Novena Avenida, cruzadas por la Calle 48, cercanas a la baraúnda de anuncios comerciales, de teatros y cines que, a partir de la media tarde, titilaban con nerviosas hilachas de luces sus últimas novedades. Pateando sus aceras, un reciente film congregaba una alargada fila de espectadores. Sesiones continuas a partir de las cuatro de la tarde. El título era llamativo, intrigante, de ardiente actualidad: The Russians are coming, The Russians are coming. Traducido en romance paladino: “¡Que llegan los rusos!”. El anuncio del nuevo film era acuciante, a medio camino entre el pánico y la broma adulterada de imaginaria realidad. Se vivía la zozobra de la Guerra Fría y el Muro de Berlín era el gran estigma. Países enfrentados, ideologías sin concesiones. Antes como ahora.     

Tuve suerte. Un cercano familiar que trabajaba en el restaurante del famoso Carlyle Hotel, en donde cada segundo lunes de mes Woody Allen deleitaba a los comensales con melosos sones del jazz, había obtenido una tarjeta de entrada libre, gentileza del Hotel, a varios cinemas de Broadway. Fui asiduo, ya a las cuatro de la tarde, en alargadas sesiones continuas, del nuevo film. Una manera de empezar a entender el alma de América. Calcaba, repetía y afinaba mi pronunciación en inglés de frases claves: The Russians are coming. Memorizaba fragmentos de diálogos moldeando mi futura fluidez. El film, una liviana comedia americana, dirigida por Norman Jewison, era una adaptación de la novela The Off-Isanders de Nathaniel Benchley. Presentaba el caótico encallamiento del submarino ruso Octupus, en un banco de arena cercano a la imaginada isla de Gloucester, en la costa de New England, estado de Massachusetts. Logró de inmediato la aclamación de la crítica; mejor actor, mejor film, recibiendo cuatro nominaciones. 

El capitán del submarino ruso envió a su teniente (Yuri Rozanov), acompañado por nueve marinos en busca de ayuda para desencallar el submarino. Llegan a la casa de Walt Whittaker, aclamado dramaturgo de New York que pasa con su familia las vacaciones de verano, y a punto de abandonar la isla. Su hijo Pete, de nueve años, le cuenta al padre la increíble presencia de los rusos, vestidos con uniformes negros, armados con metralletas. Rozanov promete no hacerles daño y le pide la llave de su camioneta dejando a los Whittaker bajo la vigilancia de Alexei. La tensión va in crescendo. Llegando al límite entre el asombro y la carcajada. La sorprendente llegada de la joven Allison Palmer como canguro de Annie, la hija de tres años de los Whittaker, añade intriga y suspense. La joven Allison, rubia, alta, ojos azules, asombrosamente femenina, bella, queda congelada. Ante la pregunta del Alexei, ¿cómo te llamas? (What is your name), su respuesta es dos veces repetida: My name is Allison Palmer, Allison Palmer.

 El tono de la frase, su dulce cadencia, un tanto melódica, entre el asombro y la certeza de su identidad, aún presentes en mi memoria. Fue mi gran paso en el aprendizaje de la lengua de Walt Whitman. Alexie y Allison terminan paseando por la playa, acompañados de la pequeña Annie; se besan y se enamoran a pesar de las diferencias culturales: Guerra Fría, hostilidades entre América y la Unión Soviética. Se reconoció el impacto del film en Washington y en Moscú. Uno de los pocos que retrataban al adversario de forma positiva. 

Las colas se repetían también para ver Goldfinger, un destacado film de la serie de James Bond. Son célebres sus icónicas frases: My name is Pussy Galore. Y la sentencia de Auric Goldfinger, Man has climbed Mount Everest, gone to the button of the Ocean (“El hombre ha subido el Monte Everest y se ha hundido en el fondo del Oceano”). Y James Bond: Do you expect me to talk... (“Esperas que hable... “). Basada en la novela homónima de Ian Fleming, encabeza la primera de las cuatro películas de la saga dirigida por Guy Hamilton. Fue un gran éxito de taquilla. Los fotogramas son espectaculares. Consagró el famoso coche deportivo Aston Martin DB5. El más vendido en 1964. 

Y no meno famosas como frases icónicas, o actos del habla (Speech Acts en opinión de J .R Searle), las presenta el cierre final de Gone with the Wind, (“Lo que el viento se llevó”) reconocido como un clásico. Se la dirige Care Gable a Scarlett O’Hara en el momento de romper definitivamente con ella, harto de sus vaivenes emotivos: Frankly, my dear, I don’t give a damn (“Francamente, querida, no me importa un bledo”). Y evoca tiempos idílicos, y románticas experiencias, The Way we Were (“Tal como éramos”) cuyo hito lo marca la mágica canción de Barbra Straisand, añorando a su Robert Bedford. 

La gritería que se intercambia entre Tom Cruise y Jerry Maguirre en Show me the Money (“Muéstrame el dinero”) fija la realidad dura del dinero frente a las vanas ofertas que se quedan en palabras. Recuerda, de acuerdo con el western The Good, the Bad and the Ugy (“Lo bueno, lo malo y lo feo”) que hay frases fílmicas que revelan también el alma de una lengua: su identidad 

Te puede interesar