Opinión

Las trampas de la palabra: Demagogia

El sustantivo demagogia, al igual que el calificativo demagogo, ponen en entredicho la coherencia discursiva y el sentido común. El demagogo impugna el discurso del opositor distorsionando hechos, evidencias, y asentando su ideología política con falsas promesas y vagas utopías. Al igual que la escuela de los sofistas, presente en la antigua Grecia, el demagogo proclama verdades en forma de aporías: la contradicción es parte de su formulación discursiva. En la democracia ateniense, el demagogo se erigió como el líder del pueblo. Proponía tomar decisiones violentas en contra de la clase alta, favorecida en las decisiones democráticas. Apelaba a las emociones de la audiencia e incitaba a adoptar decisiones radicales, acusando al rival de ignorar el interés común del Estado. La distorsión de los hechos, las falsas propuestas, eran la forma de lograr su popularidad y trocar lo acordado democráticamente.

Fue Aristóteles el primero en definir la demagogia como una “forma corrupta o degenerada de la República”. Impone el gobierno tiránico de las clases inferiores, que asumen gobernar en nombre del pueblo. El demagogo es, de acuerdo con Aristóteles, el “adulador del pueblo”. Excita sus sentimientos y acciona su política en función de sí mismo. De ahí el riesgo de implantar un régimen autoritario o tiránico al acallar a la oposición. Los demagogos asumen el derecho de interpretar los intereses del pueblo, y de ser los únicos representantes de la tribu. La demagogia, continúa Aristóteles, es la corrupción de la República. Ésta debe velar por el interés de todos, pobres y ricos, sin exclusión. La oratoria del demagogo acude a falacias y argumentos aparentemente válidos, a exageradas hipérboles y a confusos circunloquios.

La figura del demagogo tiene un largo recorrido ya presente, como vemos, en la lejana Atenas. Es el gusano que corroe la democracia. Lo advirtió el historiador griego Polibio: la demagogia impone un gobierna de violencia, de mano dura e implacable, acarreando desórdenes sociales, masacres, encarcelamientos, desapariciones. Tanto Tucídides como Aristófanes documentaron la figura del gran demagogo Cleón y algunas de sus perniciosas decisiones. De baja clase social, inculto, odioso de la nobleza (la “casta”), instintivo, bullying, vulgar, subió en el aprecio popular al denunciar la crisis social provocando en su audiencia fuertes emociones, e incitando al pueblo en contra de sus oponentes. Logró el apoyo del desprotegido y del ignorante, provocando el vandalismo y los actos criminales. De acuerdo con Polibio, el romano Flaminio fue otro gran actor en las artes de la demagogia. En la Grecia antigua, Pericles se consideró como el gran prototipo de demagogo. Tucídides calificó su régimen de “democracia de la laringe”, a un paso del charlatán y del ventrílocuo: acalorados discursos, gritería, exclamaciones, sentimentalismo, arrebatos de ira, denigración.

El gran Maquiavelo ya dejó asentado en su Príncipe las artes demagogas de César Borgia. Y explica: “De las intenciones de los hombres, y más aún de los príncipes (léase gobernantes), como no puede someterse a la apreciación de los tribunales, hay que juzgar por sus resultados”. En mente, Adolfo Hitler, al acusar al pueblo judío de las calamidades económicas de Alemania. Y si bien el senador norteamericano Joseph McCarthy era un mediocre orador, proclamó que los altos mandos del Gobierno Federal y del poder militar estaba infectados de comunistas. A falta de pruebas, quedó destituido y finalmente marginado. Es decir, el demagogo aprovecha situaciones de crisis política y (o) económica para ganar el apoyo a sus aberradas propuestas. Las “bases” le sirven de instrumento para obtener sus fines personales. Se vale del ataque personal (ad hominen), del insulto, de la denigración y de la descarada mentira. Su devenir es la transformación del sistema sociopolítico. Una vez aceptado por las instituciones existentes, el nuevo gobierno tiende a ser represivo, despótico y autoritario. El gran texto de George Orwell, "1984", es ejemplar. En los medios de comunicación, el demagogo con frecuencia evita, desvía o ignora la pregunta del tertuliano que le interpela, llevando la respuesta al tema que domina o que le aporta ventaja. Y de este modo trueca o altera las estadísticas de forma arbitraria. Se ampara en las trampas de la palabra, que enmascara bajo simples verdades aparentes. (Parada de Sil).

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