Opinión

Y llegó el tabaco

Ya a mediados del siglo XVII, fue objeto de consumo en gran escala. Alcanzó a un gran espectro de clases sociales: del poderoso y el eclesiástico al pobre y al hombre de mar. En un principio considerado como planta medicinal, fue finalmente como de placer y lujo. Se aceptó como norma de conducta social, ya ligado con el vicio y la adición. Aceleró la muerte de uno de los próceres de la literatura del siglo XVII, Francisco de Quevedo, como observa Florencio Vera y Chacón en carta dirigida a Francisco de Oviedo, desde Villanueva de los Infantes: «. . . unos vómitos que le provocó la noche ante el tabaco en humo lo redujeron a tanta flaqueza que no le daba el médico diez horas de vida». El ataque de ronca tosedera fue mortal: recibió los sacramentos y dispuso de su alma muy aprisa. No lo olvidemos: Quevedo era también un aficionado consumidor del chocolate. Sobre la rigurosa dieta que guarda cierto marqués, temeroso de la inmisericorde Parca (la mítica muerte), no bebe agua porque asume que le mata, ni vino porque piensa que le destruye, ni carne, porque no la puede digerir, ni pan, porque no lo puede morder, y está tan flaco que parece «esqueleto de cohete». De él se ríe don Francisco admirado de que su amigo marqués se sorprenda «de que yo como y bebo y tomo tabaco y chocolate».

Era Quevedo buen catador de chocolate y fino oledor del tabaco que recibe, envuelto en papel, de un amigo que le describe ser de olor muy fino por lo que le queda muy agradecido. Otro gran amigo, Bartolomé Jiménez Patón, vecino de sus tierras manchegas (La Torre de Juan Abad), cercana a Villanueva de los Infantes, reconoce la adhesión que provoca el tabaco, y se admira ante el no se qué del hechizo, «porque algunos de los que lo toman me confiesan, que por no conocer que no les es de provecho, antes de daño, le desean dejar y no le aciertan».

El personaje Tabaco y Chocolate van al teatro. En el Discurso de todos los diablos, una combinación de dos romances burlescos, una jácara y un baile, Quevedo presenta como personajes al Diablo del Tabaco y al Diablo del Chocolate. Y observa con cierto regodeo: «que aunque yo los sospechaba, nunca los tuve por diablos del todo. Éstos dijeron que ellos habían vengado a las Indias de España, pues habían hecho más mal en meter acá los polvos y el humo y jícaras y molinillos, que el rey Católico a Colón y a Cortés y a Almagro y a Pizarro; cuánto era mejor y más limpio y más glorioso ser muertos a mosquetazos y a lanzadas que a moquitas y estornudos y regüeldos y a vagidos y a tabardillos, siendo los chocolateros idólatras del sorbo, que se elevan y le adoran y se arroban; y los tabacanos, como luteranos, si le toman en humo, haciendo el noviciado para el infierno; si en polvo, para el romadizo»s. Es decir, los productos americanos eran la mejor venganza ante los males acarreados por la conquista y la colonización de las Indias.

En breve, habían hecho más daño a España que el causado por los conquistadores allende los mares. Y la irónica y sutil contextualización religiosa: los fumadores del tabaco, tales como los luteranos, irían de cabeza a los infiernos. Ambos producto funcionaban a modo de simbólicos iconos, culturales y religiosos. Su tráfico invirtió el proceso colonial, a modo de crítica social, de vicioso consumo y de jocosa referencia. Así en el soneto cuyo epígrafe reza «Al tabaco el polvo, doctor a pie», asociado con la función del médico y con la consideración como planta medicinal: «como el oro por Indias graduado, / sin el martirologio de la vida, / de sólo un papelillo acompañado».

Antes, como ahora, la polémica sobre el uso del tabaco, sobre su toxicidad, ya estaba presente en el Seiscientos hispano. El primer testimonio, desconocido en el Viejo Mundo, se debe a la anotación presente en el diario de a bordo del primer viaje de Colón a las Indias, en 1492. Perdido, nos llegó una copia resumida, que comenta el fraile dominico y obispo de Chiapas, fray Bartolomé de las Casas, en su monumental Historia de las Indias: «yerbas secas metidas en una cierta hoja, seca también, a manera de mosquete, hecho de papel [. . . ] y encendido por una parte dél, por la otra chupan o sorben o reciben con el resuello para dentro aquel humo, con el cual se adormecen las carnes y cuasi emborracha». E igual de preciso Gonzalo Fernández de Córdoba (La Historia general y natural de las Indias) al describir la planta del tabaco y su consumidores en la isla Española (Santo Domingo). Se envainaba en forma de chuzos y aspirando solemnemente su grisáceo humo.

(Parada de Sil)

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