Opinión

Acuña, entre primer plano y primera plana

Ramón, el tiempo es la única medida del espacio, permanece por encima de la distancia y hasta de la ausencia, ¿no crees? Razonamientos como este los derrochábamos desde que nos conocimos hace -¿ves?- mucho tiempo. Eran los de nuestro bachillerato en el Cisneros de la Barrera, donde pasamos siete años, tú dos cursos por delante, que entonces parecían mucha diferencia, pero no es nuestro caso. Recuerdo que la primera vez que quise tratarte de inmediato fue cuando me contaron que rebatías las diatribas contra la “leyenda negra de España” con nuestra excelente aunque rigurosa profesora de Historia y Geografía, Rocío Areán.

Coincidimos, desde el primer momento, en casi todo.

Hablábamos de política y de literatura. El cine no te interesaba nada, hasta que te convencí para que descubrieses el “lenguaje cinematográfico” de la mano de Román Ferreiro y Eligio Lameiras, con quienes muy pronto fundamos Cine Club Miño, el pionero en Ourense, donde durante toda la mal llamada década prodigiosa -ilusionada sí- destripamos centenares de películas, en 16 y 35 milímetros, a base de presentación oral, proyección y coloquio. Filmes menospreciados por el cine comercial e incluso por la España de fajín y corneta. Años más tarde acudiste a presentar mi libro “Ourense, città aperta”, en el cual se evoca toda una década.

También volvimos a encontrarnos en A Coruña, que visitaste para dar una charla en el “master” del periódico donde yo era entonces redactor jefe . Volvimos a vernos también en A Coruña, en Ourense y en Madrid, y nunca dejamos de estar, de una u otra manera, en contacto a lo largo exactamente de 60 años.

¿Te acuerdas de cuando yo salía con la que iba a ser mi mujer y tú le decías, desde tu estatura de casi dos metros: “Viruquita, te voy a poner aquí”, mostrándole el ojal de la solapa. Tú no pasabas de flirtear aquí y allá. ¿Y cuando aquella chica te aseguró que también tenía inquietudes, y tú, Ramón, te separaste, estabais bailando, la miraste de arriba abajo y le preguntaste “¿en dónde?” Una noche protestaste, apuntándome con un dedo: “El amor no existe, Ruco”. Claro que esto sucedía antes de que conocieses a Rose Marie.

Aquellas noches de los 60 íbamos, indefectiblemente, a la sesión de noche de la celebrada Auria en el Paseo. A diario había poca clientela. Nos sentábamos e una mesa, hablábamos, despotricábamos contra el régimen, nos apoyábamos en silogismos hegeliano-marxistas, comentábamos, por ejemplo, a Camus, Beckett, Ionesco, Hemingway, Faulkner… o las últimas películas de Bergman, Antonioni, Bresson, Mizoguchi, Eisenstein…

Intermitentemente nos encerrábamos a redactar textos utilizando la máquina de la Academia Bóveda, en la Alameda del Cruceiro, de la que era copropietario tu padre, Manuel Luis Acuña Sarmiento, poeta mal conocido, autor de “Fírgoas”, uno de los hombres más inteligentes y bondadosos que he conocido, a quien, por iniciativa tuya, reivindicamos en congresos o suplementos literarios.

Tu padre, tu madre y tu hermana me mimaban cuando, con cierta frecuencia, cenábamos y hacíamos tertulia en vuestro piso de Ervedelo.

Nuestro camino en común se mantuvo constante.

Tú y yo intentamos ingresar en la Escuela oficial de Cinematografía, donde llegamos hasta la última prueba, pero aquel palacete de la calle “Ge” (en Madrid, por supuesto) era un coto cerrado. También nos examinábamos por libre en la Universidad de Oviedo. De Derecho, facultad en la que tú te licenciaste y yo abandoné. Por cierto que en Vetusta vimos por primera vez la televisión, en 1958, daban un partido de fútbol.

En el periodismo resultó aún mayor nuestra coincidencia. Comenzaste como redactor de La Región en la Delegación de la Edición Aérea en París, encabezada por nuestro entrañable Alejandro López Outeiriño; justo poco después de que yo abandonara La Región para pasar como redactor jefe a Ferrol Diario. Los dos llegamos a dirigir un periódico, El Correo Gallego en tu caso y FD en el mío. Más tarde, mientras iniciabas en la agencia EFE tu gran periplo internacional, yo “fichaba” por el diario de mayor difusión de Galicia. Sucesivamente fuiste corresponsal de la agencia estatal nada menos que en Nueva York, Londres, París y Copenhague. Entrevistaste a estrellas de la cultura, del arte y de la política, entre ellas Indira Gandhi. Finalmente te convertiste en subdirector de EFE y corresponsal de Le Figaro, sin dejar en ningún momento desde tu jubilación de publicar libros de corte periodístico y columnas de análisis del “Concierto de las Naciones.”

Al final, tú asiduamente, volvimos a publicar donde habíamos echado los dientes.

Periodista y cinéfilo de primer plano ahora se te ha caído el bolígrafo. Pero tu ingente y valiosa obra sigue abierta.

Ramón, no olvides que “sólo muere el que no recuerda,” decía literalmente Álvaro Cunqueiro.

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