Opinión

Inflación de ofendidos

ARIN
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Leo que la adaptación teatral de La vida de Brian eliminará una de las escenas de la película “para no ofender”. Se trata del diálogo en que un hombre cuenta que quiere ser mujer y reclama su derecho a que lo llamen Loretta y a tener hijos. “Pero tú no puedes parir”, replica otro personaje. “¿Dónde vas a gestar el feto, lo vas a meter en un baúl?”. ¡Ah! Qué afrenta mayúscula recordarle a un hombre que no tiene matriz, qué falta de sensibilidad; cualquier día algún desaprensivo se atreverá a decir que los machos no menstrúan. Menos mal que nadie puede negarle a una el derecho a lucir barba pese a ser mujer.

Gómez de la Serna creía en la existencia de unos terceros glóbulos, quizá amarillos: los humorísticos. “El humor ha acabado con el miedo”, se congratulaba, pero hoy es el miedo el que amenaza con acabar con el humor, donde lo único impronunciable debería ser la hache. Pánico a molestar, a perder seguidores o espectadores, a ser lapidado en las redes o condenado al ostracismo. Por eso la cultura le baila el woke-woke a la nueva inquisición. Porque el miedo a desagradar es libre; y liebre. Se apresuran escritores, directores y guionistas a pensar en cuotas antes que en personajes, y los libros se encuadernan con piel fina. Las obras se reeditan con la mirada timorata actual hasta la paradoja de ceder ante el fanatismo para homenajear un referente contra el fanatismo como el filme de los Monty Python.

Para ocultar cuanto les indigna querrían los nuevos puritanos un caballo como el de aquel taxidermista de Hitchcock cuya labor interrumpía constantemente un cuñado pesadísimo que un buen día desaparece. Ni los clásicos se libran de la tiranía de la corrección política o social -como prefería llamarla Ferlosio-, experta en lanzar salvavidas a quien no pide auxilio, consciente de que hoy se ofende más el que quiere que el que puede. Tal vez se llegue a descolgar El beso de Klimt para no afrentar a quienes no tengan a quien ofrecerle sus labios. O a esconder el David de Miguel Ángel para no agraviar a cuerpos fofos ni a padres capaces de ver pornografía en un plátano. No estamos lejos: por mostrar a sus alumnos los genitales esculpidos por Buonarroti, la directora de una escuela de Florida fue invitada a renunciar, como si estuvieran las pelotas en su tejado. Agradezca usted que aún no hayan retirado del mercado los champús para no herir la autoestima de los calvos.

Orwell aclaró que “para dejarse corromper por el totalitarismo no hace falta vivir en un país totalitario”. Basta la autocensura, que no es nueva. La víspera de un 20 de noviembre de 1976, en TVE se percatan, con horror, de que está prevista la programación de una película de Jerry Lewis: Tres en un sofá. Por si pudiera dar pie a malentendidos, sopesan otros títulos, aunque los únicos disponibles son: Hoy vivimos, Deja que llame la libertad, El pequeño mono rojo, El impostor y Nosotros fuimos los sacrificados. Así que mantienen la de Jerry Lewis. En pequeñas dosis la autocensura puede ser caritativa y civilizadora, pues una forma superior de hablar es saber qué no decir. El problema estriba en que la sociedad es cada vez más sensible a lo banal y más insensible a lo importante. Ninguna televisión ha censurado, ay, la campaña electoral, verdaderamente ofensiva para los votantes.

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