Opinión

Fósforos La Golondrina

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Es urgente que lo bien hecho no cambie. Y que podamos defender las pequeñas bellezas resilentes para que, además de a nosotros, acompañen también a los que siguen viniendo a esto de habitar un cuerpo y alimentarlo hasta que aparezcan el tumor o el Alzheimer. No es pedir tanto. No. Apenas un poquito de equilibrio tipográfico, de sensibilidad en el color, de amor por lo pequeño. Lo humilde. Lo bien hecho.

Todo lo bueno cabe en una cajita de fósforos de La Golondrina. Basta frotar uno para que suceda el milagro del fuego y el Sol se aparezca en nuestros dedos. Estas cajitas amarillas de fuego portátil son las madres de galaxias nuevas, que se forman con el choque violento de dos cuerpos. Cada vez que la fricción del fósforo hace llama recordamos el descubrimiento del fuego hace un millón de años. Les llamaron desde antiguo fósforos “de seguridad”, porque no explotaban al friccionarlas si se encendían “suavemente hacia afuera del cuerpo”, como sigue advirtiendo su hermosa cajita. Los fósforos de La Golondrina tienen el sabor de los viejos jabones decimonónicos y de los papeles encerados que envolvían la vida de antes del plástico. Su caja es una belleza. Están hechos de madera de pino y tienen la cabecita morena. El gesto de encenderlos varía: sin doblar los dedos, dejando que la caída del fósforo haga llama o en un movimiento circular que lo acerque a su lija iniciática. Apagarlos también tiene su estilo propio: con un soplido poético (hay quien dice que esto es femenino, pero ¿qué es lo femenino?), con un firme agitar de dedos (esto suena a trampero siberiano) o rompiendo el cadáver del fósforo contra el suelo (algo poco elegante). Tengo estos fósforos en cada rincón de casa. Para encender el papel de Armenia que limpia los pecados del baño, junto al incienso en la mesa de pensar, a los pies de las estufas. Contemplar las cajitas me pone contento y, cuando el fuego se reproduce y se hace grande, pienso en la vida de los hombres sucesivos, en la humanidad misma, pasándose la vida de unos a otros. Somos como las cerillas que nacen, copulan y mueren.

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