Opinión

Cuando el abismo gusta

Da la impresión de que a Carles Puigdemont, así como a aquellos que callan, les gusta pisar el abismo, llegar al límite. Un paso más y todos abajo. Que iban al abismo era algo obvio en la pasada legislatura. Cabalgaron y cabalgaron hasta la estación final para luego tener, quieran o no, que volver al principio. Bien es verdad que el abismo en cuestión ha surtido un efecto mínimo. De lo contrario no hubieran vuelto a sumar la mayoría suficiente para gobernar sin especiales agobios.

Hace unos días, un veterano de la política catalana, ya en la quinta o undécima fila, aseguraba que le resultaba imposible ponerse en la cabeza de Puigdemont, que era un hombre imprevisible. Y realmente lo es. Dijo que no se volvía a presentar y ahí está, jugando al liderazgo no de una causa, sino de un nuevo desafío al Estado. Creo que él sabe que si reta al Estado, pierde, de ahí que esté jugando al límite, a tensar la cuerda pero si lo hace no es única y exclusivamente responsabilidad suya.

Los protagonistas, directos e indirectos, de esta historia que roza lo patético son tan responsables como él. Lo son por bailarle el agua, por no hablar con claridad, por no dar el paso adelante y decir en público lo que sostienen en privado: "así no vamos a ninguna parte". Callan y callan. Le siguen el juego invirtiendo energías y tiempo en este nuevo camino a ninguna parte. Si algo tienen claro todos, incluido Puigdemont, es que no va a ser president y si lo es, lo será por escaso tiempo. Es posible, porque ya nada hay que descartar, que le baste con ese minuto de gloria. Patetismo y puro patetismo.

Mientras, el Gobierno acude a todas las posibilidades legales y constitucionales para tratar de evitar algunos espectáculos como que se presente en el Parlament sin ser visto por la Policía o tener que detenerle una vez investido. Detener a un president elegido por un Parlamento legítimo no es algo habitual en Europa pero menos habitual lo es que un servidor público, quien ha sido representante legítimo del Estado, desafíe, sin mover una ceja, al Estado al que representa. ¿Se imaginan algo similar en Francia o en la avanzada Dinamarca? ¡¡¡Impensable!!!

Se mantiene el suspense hasta el último momento y en él llevamos instalados ya demasiado tiempo. Todo lo vivido ha servido, en medio del desastre, para que los ciudadanos comprueben, pese a todos los fallos constatados, que el Estado no es un broma y la Constitución, y utilizando las magníficas palabras del Rey en Davos, no es un ornamento. Lo malo, lo que no tiene perdón es que quienes tienen al país en jaque, lo saben. Parece no importarles y si les importa lo disimulan muy bien. Patético y triste.

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