Opinión

Cosas de barrio: ¡Que lo cuelguen!

En un parlamento no breve, de acera, en el fragor de coches que se detienen no de buen grado al paso de transeunte por un paso de cebra, y en el casi rumor del frenazo, que ya no es tanto, intercambio recuerdos con un vecino, Luis de León, Sito, para los amigos de entonces, no sé si los de ahora, que rememora una anécdota de la que fuimos protagonistas con otros del vecindario, con vagos recuerdos por mi parte: Un vecino de edad, sin llegar a la jubilación y en retiro forzoso como fogonero de Renfe, a caballo siempre del ténder y la locomotora a la que suministraba carbón a paladas y en su ratos libres, que eran muchos o todos dio en abrazarse a la botella de aquel vinazo, de tan baja calidad cual el en cartón envasado, de tal suerte, que devino en cuasi que alchoólico permanente al solo olor de la bebida. Pues este que por sobrenombre llevaba el de su suegro, por más sonoro, en una de sus frecuentes somnolencias se asomaría al balcón donde de ordinario sentado, cuando se produjo un accidente. Un coche que bajaba por la carretera de Celanova embistió a un peatón, entre otras cosas porque aquellos autos de los 50-60 eran ingobernables. Salió el chófer a socorrer al atropellado cuando se produjo una algarabía, y este no particular vecino saltó de su silla en balcón, se proveyó de una cuerda y salió de su portal gritando: "¡Que lo cuelguen, que lo cuelguen!". Lo sorprendente es que por lo inesperado y el estupor producido, los concurrentes dudaban  entre colgar al chófer o no, al estilo del antiguo Oeste, pero sí de tal indecisión que parecería que aprobaban la locura del borrachín, que en un traspiés y saliendo creo que yo mismo de casa para unirme a otros varios y poner cordura pidiendo calma, dio un traspiés y restaría sin la cuerda, ridículo en su insensatez de ahorcador, con la botella si no rota sí rodando en un vaciado insensible, hasta que exhausta, acabaría sin aquel vinazo, tendida en una más trinchera que acera. El atropellado con ligeras magulladuras no precisaría de asistencia alguna ni aún de la Cruz Roja, imprescindible en primeros auxilios, sita en los traseros bajos de la Diputación. La cuerda, usada por la chavalada para alguna escalada en pared para proveerse de robada fruta tuvo su utilidad y no en el hombro de aquel insensato.

Son cosas, como la de dos de un mismo portal que se daban el mal de ojo situándose el que llegaba más tarde en el portal contiguo y así estaban desafiándose con la vista diez, quince o que digo, acaso treinta minutos. Nunca vimos que llegasen a las manos, no obstante el odio que se rezumaba.

En aquella carretera sembrada de árboles: plátanos celtibéricos, robinias pseudoacacias, ya centenarios algunas, se jugaba a la pelota en plena vía, se hacían porterías con los jerseys de los participantes o en su defecto cualesquiera pedruscos que por las cunetas había, y se interrumpían cuando rugían desde el Posío aquellos ruidosos motores de los coches de la empresa Suarez,y una galopante bocina se añadía al lejano estruendo. Aquellos autobuses, que llamábamos coches de línea, se alternaban en el horario; el uno era verde y el otro amarillo, que por llevar a muchas lecheras, dichos Leite Verde y Leite Amarillo, que entonces lo de amarelo, desconocido por falta de uso. Uno de aquellos días el autobús verde se quedaría allí mismo sin su tren trasero; así que rodando fue hacia la barriada de la Casablanca, más abajo, hasta que sin producir ni daños materiales acabaría también en cuneta; menos ridículo que la botella del borrachín; de otro presenciamos que a punto de arrollar a todo peatón por la acera al dejar el revisor la lateral escalerilla que subía a la baca, sin introducirla pegada a la carrocería. Se levantaban los partidos, no obstante la temida llegada de aquellos monstruos, con tanta calma que casi daba tiempo de hurtar algunas cerezas casi a mano, los jugadores retiraban sus prendas, pasaba el ruidoso omnibus, a veces mixto, con ganados en la parte posterior, y se retornaba para acabar el partido.

La calle era de los chavales, Noliño hacía malabares, capaz de meter goles desde el mismo corner; Toño Araña tejía impenetrable malla y era ese virulillas al que nadie osaba desafiar; Jandrís era  el eléctrico saltador de los caseros campeonatos de atletismo, intitulándose campeón del año pasado, porque jamás revalidaba su título de salto de longitud; Poldo, como quien no lo tenía, de tan intrascendente en apariencia; Gaspar, un mago en la construcción de carros; Manolo Zampa y Zopedia, casi vecinos, por residentes en otro concejo, no tan habituales; Pepito Geró, que acaso por la geta o cara que tenía; Toño Cuento, que nos entretenía con sus historietas; los del  Hotel Madruga por los madrugones que se daban para la apertura de su tienda de ultramarinos para aprovechar el copazo que se tomaban los de la construcción descolgándose de Barbadás, Parada, Cabeza de Vaca, Bentraces o Piñor. Cualquiera podía guardar una portería  y yo le daba tan mal que más me ponía a mí mismo, porque ningún seleccionador de barrio contaba conmigo. Fue cuando comprendí que los deportes de equipo no eran mi especialidad.

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