Opinión

Entre lusco y fusco

En vespertina andadura, allá por la hora décimo octava del día a grato sol y esa temperatura canaria que se envidia, me encuentro a la vera del paseo Barbaña con Daniel González, el gran pescador, atleta, en su día no menos renombrado, con el que me lío sobre cosas de la naturaleza, que ambos siempre compartimos. Él me cuenta que con los años ha tenido que dejar la finca en la que primoroso y entendido en arboricultura hizo de ella un vergel. Con problemas de los que se derivó alguna merma en su movilidad, solamente no estar en una finca hoy dejada y acaso invadida de las "yerbas", y de tan nostálgico de ella que me pareció evocar al poeta Horacio cuando en el bullicio de Roma añoraba su Sabina, una mansión y tierras donadas por su protector Mecenas, a la que con frecuencia se retiraba, lo que le valió inspirarse para ese formidable poema Beatus Ille, tan imitado en el Renacimiento y en los siglos de Oro francés e hispano. Daniel no me parece tan lírico, pero oyéndole acaso no desmerecería en la nostalgia de su Sabina del Pereiro.

Y ya caído el sol por los montes del San Benito de Coba de Lobo, me voy a oír cómo ensayan unos amigos esa tan grata música brasileira o adentrándose también en el mundo del swing, el bolero con esa voz que oculta estaba de Elva, profesora de inglés en el Otero Pedrayo, con la instrumentalidad que le ponen Daniel Bouzo con su guitarra y Juan Luis Neira, también docente del mismo Instituto, con su travesera o piano. Resultan de muy agradecido oir, pero raro será que los veamos en alguna actuación porque más tocan para agradarse que para los demás, aunque pueda que algún día nos den la sorpresa.

Al salir del ensayo saludo a Enrique Iglesias, funcionario que fue  de nuestro Ayuntamiento que más memoria de todo tiene que movilidad, aunque poco reducida y de un solo bastón. Enrique me parece que cuando ejerciente repartía atenciones, lo que no puede decirse de muchos del ramo, acaso colonizados en el presente por esas inacabables colas que la kafkiana burocracia impone. Y más kafkiano era aquello en lo que hasta un funcionario de Hacienda, se decía, que a paisano que se asomaba por la ventanilla podía hasta estamparle el sello, además de en el papel, en la frente. Esto me contaron que pasaba en aquellos oscuros tiempos de la dictadura que engendraba dictatorzuelos aún en los más bajos estratos del funcionariado, léase bedeles, que a alguno padecimos, incluso en centros de enseñanza públicos.

Y como ya tiempo ha que el sol oculto, ruando por esta Auria ya no sorprendidos por una gran pintada en negro sobre la piedra de la fachada de la confederación de empresarios de la Construcción y afectando también a esa editorial Linteo, que parte del mismo edificio forma donde Manolo Ramos edita esos preciosos cuasi lujosos librillos, que por entregas parecieren, del Quijote de los que experto cervantista y apasionado, en unas cuidadas ediciones en las que despliega su saber en un intento de acercar al lector a la obra del manco de Lepanto con esas ediciones de bolsillo. Caminamos cuando el ambiente concentrado en la llamada calle de los vinos y en una plaza Mayor (a ver cuando recupera lo de Plaza de la Constitución, porque Mayores hay un montonazo), que tantos nombres tuvo, en la que ningún hueco en terrazas que invaden hasta la misma plaza, cuando en doblando hacia Lamas Carvajal nos topamos con Álvaro de Castro y esposa; él médico y pianista en ratos libres que se integra en esa Etiqueta Negra de tan grato sonar con los ritmos de los 60, 70 y 80. Al paso por el Liceo, en la entrada, se exhibe una cartelera, siempre sobrecargada de actos culturales, sobre todo desde cuando asumieron labores directivas Xavier Casares y Juan Fonseca.

Nosotros continuamos, pasamos por La Viuda, de grato recuerdo cuando mozos intercambiábamos cómics del Guerrero del Antifaz o de Roberto Alcázar y Pedrín y recordábamos ese trabalenguas que es La Viuda, en clave de humor, porque decíamos: La Viuda de Lisardo; luego cuando asumió el negocio su hijo Lucho, decíamos: El hijo de la Viuda de Lisardo, y cuando Lucho nos dejó decíamos: La viuda del hijo de la viuda de Lisardo; ahora que lo tiene una hija recordamos eso de: La hija de la viuda del hijo de la viuda de Lisardo. Sea como fuere ni yo mismo lo entiendo ni a Neira se lo expliqué al paso porque creo que imbuido en su parlamento no iba a atenderme lo suficiente, ni otro que no fuese él. Y que no se me ofenda María, la última descendiente de aquella viuda Eudosia, que era una casi institución en la ciudad, la cual se permitía tutear, por ser de la misma quinta, y algunos hasta compañeros de juegos, a casi toda la crema literaria y cultural de la época, y aun la económica, en tiempos en que el tuteo imponía. Esta Eudosia era tan pata la llana que pasando por delante de su negocio dos encopetadas señoras, de fiar, como era la marquesa de Leis, Purita Riestra, le dijo, porque clienta: Vigíleme el negocio mientras voy al baño. Sería allí al lado bajo los jardinillos del Padre Feijoo.

Neira se va de vinos (expresión al uso para los que se van de bares) con su cónyuge y yo continúo, paso por las terrazas del Parque, atestadas y en las que a medida que la noche caiga irán vaciándose hacia la praza do Ferro y sus convergentes rúas de Lepanto, La Paz. Y cuando pasado el Parque y ya en Cardenal Quevedo, me paro o me paran Ramón Rivas y Fernando Gómez. El primero que fue alto cargo directivo de Caixa Nova y de la última versión de Caixa Nova Galicia, y el segundo si no alto cargo ejerció, compatibilizó trabajo con labores sindicales con su padrino en el sindicato, el inolvidable Tonecho González Suárez con el que la fortuna tuve de compartir muchas caminatas. Hablamos de esas cosas comunes y a vuelapluma porque ellos, creo, al encuentro de su respectivas esposas, aunque ha de perdonárseme que use el posesivo de mala reputación en el feminismo. Pero es que no sé cómo decirlo.

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