Opinión

Funerales, lugar de encuentros

Los funerales, desde siempre, son lugares de encuentro. El hombre del Paleolítico ya enterraba a sus muertos. Se cree que es cuando toma conciencia de su ser en la tierra. El ancestral rito congregaba por entonces a los más próximos, que luego empezaron a enterrarse con sus ajuares, insignias, y cuando guerreros, con sus armas. Hay evidencias de que incluso con personas vivas de su séquito.

Volviendo a los funerales de hoy, más tertulias se hacían antes en las casas que en los cenáculos más concurridos; cuando advinieron los tanatorios, que del dios griego de la muerte tanatos procede, y el ceremonial pre enterramiento se trasladó de lugar, se hizo más aséptico, más frío; los muertos fueron sacados de sus casas, acaso para alivio más físico que espiritual de sus deudos. Una muerte suponía un caos casero.

Este funeral del que trato no es de los frecuentes: se muere un amigo fuera, depositan las cenizas y celebran los funerales aquí en el familiar panteón; como de gentes más que conocidas, iba encontrar yo la iglesia de St. Domingo con casi el aforo completo, cuando en el camino me interpela Julio Rivera, al que casi no reconozco, sombrero en ristre, y porque uno escasamente fisonomista. Julio anduvo  metido en la vida social y cultural de la ciudad. Hablamos como de pasada y en un visto no visto contamos lo más que se podía, que poco era. Coincidimos en alguna directiva por breve tiempo, y aun guardamos ese conocimiento que invita al saludo.

Prosiguiendo a esos funerales, me hallo ya en la salida del templo donde todos se multiplican, sin tiempo, para ir de uno a otro. Los deudos del difunto en su borrachera de condolencias, que éste no era el caso, porque el óbito por esperado nos va preparando. Los familiares reciben abrazos, besos, o apretones de manos de los menos íntimos, y donde a veces deben prodigarse sonrisas. La muerte de Ricardo “Caito” Prego acaeció en Vigo y como de tanto vínculo con esta ciudad nuestra, aquí trajeron sus cenizas a la tumba de sus antepasados. El mayor de los seis hijos, del pintor Prego de Oliver, que a partes iguales con sus hermanas, coincidió conmigo cuando con Jaime Ouro y Ernesto G. del Valle formábamos en la caterva de examinandos por libre en el Instituto, como llamábamos al hoy Otero Pedrayo. Los cátedros o sus ayudantes, como se decía por entonces a sus segundos en las aulas, examinaban con rigor; nosotros a lidiar por oral y escrito con ese hueso que era la lengua y literatura españolas que impartía Ogando al que acompañaba su segundo Sanmartín, que lucía pajarita, como su homónimo de francés Carlos Vázquez. Andábamos por el Posío repasando la asignatura como si algo se aprendiese a última hora, después entrábamos en el aula para sentarnos en los bancos corridos que a modo de anfiteatro se orientaban hacia el escenario donde se acomodaban los rigurosos examinadores. Como Ernesto, por apellido iba delante, un poco en pañales, nos producía más inquietud sobre todo a mi que iba a continuación y que lograría salvarme por el Siglo de Oro donde más noción que de todo el programa, luego venía Jaimito Ouro y se complacía más que por aplicarse al estudio en componer un poema, él que tenía vena, reflejando  la situación, del que unas estrofas recuerdo: Ahí está Ogando sentado/Examinando a un chaval/ Con Sanmartín a su lado/Formando así el tribunal/Pulsa el timbre el taimado/Y mira hacia el portal/ donde se halla el bedel/ Que es fiel a carta cabal/… y así seguía. Jaime, que talento literario tenía, afrontaba el examen con menos inquietud. El suspenso estaba cantado más que por el rigor del tribunal a dos, por la vagancia de alguno relajado todo un curso, dando lo que se dice poco golpe. Caito siempre era el cuarto en salir al estrado en el oral examen y su agudeza le permitía estar atento para captar lo que se iba diciendo y creo que más provecho sacó de su observación in extremis que de algún intermitente repaso de la asignatura. Luego nos íbamos a celebrar el alivio de haber superado el trance de enfrentarse a tan severo tribunal, sin la seguridad del aprobado, a jugar una partida al futbolín o de billar en el Xesteira o el Coime. Era una forma de liberar el estrés.

Y recordando esto, yo como imbuido del espíritu a cuatro de aquel tiempo de juventud no podía sustraerme de estos recuerdos cuando besos a las hermanas Prego: Blanca, Marga y Laura, y abrazos a Manolo y Alberto.

Y como encuentros de amigos a los que el ¡ya nos veremos! puede demorarse no digo que siglos, ojalá fuese así, pero sí décadas, hagan que yendo a saludar a Pepe Bernárdez, que aun a sus años usa de delicadas manos para la cirugía, especialidad en la que buena memoria dejó en la pública sanidad, me encontrase con Servando Méndez, a quien en un primer envite no reconocía o por mi falta de eso que fisonomía llaman, mas sí inmediatamente por su voz y el sello característico de los once hermanos Méndez Nóvoa, que más heredaron de la madre Celsa esa blanca tez que la morena paterna. Encuentro a Servando, compadre por otro lado, pero que por lejanía ejerce poco de tal y yo también, el cual en aquella edad en la que se deben tomar decisiones, las tomaría cuando veinteañero por aquí, permutando su puesto en el banco donde laboraba por otro en Pontevedra, aunque pronto en la excedencia para dedicarse a aquello para lo que más que dotado, el mundo de la construcción o de las subcontratas con esa habilidad y don suyos para ganar adjudicaciones. Ahora con menos nietos que hijos tiene, y siempre en la brecha, alterna, sin dejar de estar con su ojo vigilante para lo que logró, entre Pontevedra o los campos golf de La Toja con un buen nivel cual alcanzaría en el tenis donde desplegaba unas cualidades de estrategia únicas unida a esa facilidad innata para el deporte ya demostrada en su paso por el fútbol. Como raqueta y golf abrían más que abren puertas, Servando como chico que cae bien, las tuvo todas francas y se hizo un nombre por allá a donde le acompañó Antonio Biempica, ambos ya definitivamente arraigados como PTV (Pontevedriñas de Toda la Vida), como algunos amigos de allá viviendo acá se autodenominan.

Agotados lo recíprocos elogios al estado físico con el ¡qué bien te encuentro! cuando pasa más de década, seguí de saludos con Alberto Prego, pescador que fue y defensor de los ríos, empeñado en la limpieza física de unos cuantos como parte de su acción reivindicativa; asoman algunos de mis hermanos que ligados a la familia del pintor Prego de Oliver, porque esos vínculos que la amistad de años va soldando, tuvieron la madre Blanca Gómez del Valle y el pintor Manuel Prego de Oliver con nuestra casa.

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