Opinión

El hombre del chalé... y la mujer que lo sufre

El chalé, su posesión, esa ilusión que nos creamos de segunda vivienda, aunque unos cuantos de única. Tener un chalé en las afueras ni muy lejos ni muy cerca, aunque términos relativos, es la ilusión de muchos acomodados. El chalé se construye con cierto esfuerzo, más allá de la treintena; va uno cargado de ilusiones en una vida campestre sin abandonar la ciudad, y cuando por convencimiento esto se hace, ya está uno sepultado en la vida rústica, como en ese poema horaciano el más imitado en el Renacimiento y en todos los siglos de oro de las literaturas europeas. Horacio, pasaba temporadas en su finca y casa de la Sabina cerca de Roma, regalo de su protector Mecenas; en una de sus inspiradas odas, Laus Vitae rusticae, señalaba al usurero Alfio, un riquísimo banquero romano, quien elogiaba la retirada vida campestre, pero siempre con la nostalgia de volver al bullicio romano para cobrar los intereses de los préstamos que dejaba en los idus para recoger los intereses en las calendas.

El hombre del chalé, acaso ni banquero ni usurero, empero, comerciante o empresario, profesional liberal las más de las veces o trabajador por cuenta ajena, las menos, se va al chalé como a la búsqueda de un tiempo perdido, como si descendiente de cercanos antepasados rústicos; se ignora si la mujer también; se cree que más bien, por no contradecirle, le sigue. Ya sabe ella que tiene que apandar con más trabajos, que los del hombre en la huerta o reparaciones. Subirá con las sábanas limpias cada fin de semana desde la ciudad, retornará con ellas para ser lavadas; hará la comida diaria, salvo excepciones, para el clan familiar, lavará la casa, se ocupará hasta de la administración. Su ilusión, si la tuviese, o más bien seguidismo, va convirtiéndose en frustración, pero todavía mantiene cierta esperanza cuando van apareciendo los hijos; el chalé con finca precisa de piscina, y más adelante, si deportistas los hijos, hasta de una cancha de tenis, aunque los menos. Los hijos crecen y lo que antes eran juegos en la piscina todavía en la adolescencia, se va convirtiendo en dejación a medida que los años pasan; la piscina queda para los mayores, aunque el objetivo no era ese. Superada la adolescencia de la prole, hay que bajarlos a la ciudad, recogerlos; un coñazo que ya hace pensar a los progenitores de si vale la pena esto de pasar temporadas o hacer permanente morada del chalé; comienzan las desavenencias. Se concibe la venta como recurso porque ya ni usan la piscina ni la pista de tenis cuando antes a rebosar y con amigos hasta pidiendo hora. La pista se degrada por falta de uso, nacen las hierbas o precisa de una restauración inevitable cada decenio. Aumentan los gastos. El hombre del chalé ve la venta, que antes esbozo, como la de una propiedad que se ofrece a buen precio, de saldo podría decirse; en una primera oferta se podría poner en el mercado, cuenta un guasón, hasta con el hombre o la mujer incluidos en la compraventa, que nadie adquiriría; en una segunda oferta: Se vende chalé con amo incluido; en una tercera oferta: Se vende chalé con mujer incluida. Cuarta oferta, cuando todas fracasadas: Se regala chalé; y como esto esconde algo sospechoso, se cree que ningún comprador aparecería. Total que tenemos al hombre del chalé condenado de por vida a hacer rodar como Sísifo una rueda de molino monte arriba, que al llegar a la cima caería dando tumbos de nuevo hacia abajo y vuelta a empezar en un eterno ir y venir… aunque lo que parece chusco por pintado con cierta vis cómica, podría ser la pesadilla de tantos que con más ilusión que perspectiva fijaron sus reales en el campo, cuando, oh paradojas, el campo comienza a ser vaciado. Un contraste del que el hombre víctima, o mejor expresado, la mujer, la cual en esto de comprar o hacer un chalé, pocas veces tiene la iniciativa, pero sufrirá las incomodidades de la vida campestre.

No obstante, los chalés proliferan empezando por comprar un terreno al que se cerca a poder ser de un muro de más altura que la permitida para salvaguardar, cuando seamos inquilinos de chalé, una intimidad que por tanta pared y su altura no hace sino segregarnos de la comunidad circundante. Vivan los muros y la madre que los parió. Ya un tío abuelo, al que criticaba el mío, su hermano, porque nada más comprado un terreno lo circundaba de alto muro, llegada la ocasión y haciéndose propietario mi abuelo de finca comprada a vecinos de Cabeza de Vaca, lo primero que hizo fue rodearla de un muro, eso si, no tan alto como el de su hermano.

Los genes de ese sentido de la propiedad empezaron a desarrollarse cuando el homo sapiens, cazador-recolector, fue perdiendo los hábitos nómadas y se hizo agricultor, ganadero, animus acquirendi (intención de acaparar) que fue lo que dio principio a la desigualdad y a las clases cuando en el nomadismo todos iguales, y acumulando el sobrante fue creando almacenes traficando con ellos, y fue cuando se creó una casta por la riqueza. Empezaron las jerarquías y las clases sociales. Y también las enfermedades en forma de pandemias, debidas a la urbana aglomeración favoreciendo la trasmisión de enfermedades contagiosas.

Tengo un amigo que aun sin ser el usurero Alfio, aunque en la banca se forjó, el cual cismando anda si abandonar la tranquilidad rústica y retornar al urbano bullicio en el que de ordinario sumergido y que un día le hizo emigrar por no tolerar las veleidades, me dijo, de su comunidad. Aunque no lo encajaría como hombre del chalé, a pesar de haberse hecho uno, porque no me lo imagino en labores de huerta o jardinería, ahora remiso con la vuelta porque su consorte más se acomodó a la nueva situación aunque reticente en principio. No obstante, este amigo nunca será Sísifo.

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