Opinión

A punto de frustrar una carrera

Antiguo edificio de la Facultad de Derecho de  la Universidad de Compostela en los años  60
photo_camera Antiguo edificio de la Facultad de Derecho de la Universidad de Compostela en los años 60

Hacía unos años que no me caía por Santiago, acompañado, eso sí, de un tiempo sorprendentemente lejos de ese al que se asocia de lluvioso, aunque uno aún lo recuerda no pródigo en lluvias cuando por los sesenta del decurso siglo frecuentaba las universitarias aulas como alumno libre. Confieso que aquel Santiago era intelectual y casi pueblerino en comparación con esta ciudad de hoy, y que no llovía porque estábamos en junio, allá por unos exámenes en los que de tan despistados que si no tuviésemos a conciudadanos que por oficial nos ponían al tanto de lo que más se exigía; dudo que algún título consiguiésemos o al menos yo que era un estudiante despistado, o si se quiere, mediocre, haciendo cierta indulgencia a mi persona donde un notable o sobresaliente, ocasionalmente, y solo en el Bachillerato. Pues de aquel cuasi aldeano Santiago poco queda. Me sorprendió ver que la facultad de Derecho, abandonando el antiguo caserón se ha trasladado a un nuevo edificio en el campus universitario debajo de la Herradura, hoy Ferradura, ese parque arbolado principalmente de robles o carballos por donde solían pasear domingos, fiestas de guardar y laborables, las dos Marías convirtiéndose en más institución, o más conocidas que algunos prohombres. No había estudiante que no se detuviese para hablar a esas entonces extravagantes hermanas pintarrajeadas que ruaban por ese parque y por la ciudad. Han dejado huella en el imaginario colectivo de aquellos sesenta y setenta, y los munícipes santiagueros han contribuido a su inmortalidad con dos estatuas no sedentes si no paseantes, como corresponde a quienes de paseo en un incesante ir y venir, en la misma entrada del parque de la Ferradura, condenando al ostracismo por entonces, a tantos mediocres que de intelectuales se las daban y que con sobrados méritos para la trascendencia se creían

Ya  otras facultades han emigrado de sus caserones que tanto imponían con sus catedráticos, auxiliares o adjuntos encorbatados, a nosotros, también encorbatados alumnos, que por dioses les teníamos, más por el pontifical del que se revestían y por las distancias que imponían. Había como cierto acojone en aquellos exámenes orales;  en los escritos, amparados por el papel y su contenido, había como cierta liberación, y esa es la que experimenté en la actual facultad de Filosofía, antes de Derecho, cuando andaba con los Administrativos a vueltas, que por dilatados y por la exigencia de un profesor que a veces, como liberal  concesión, te daba pistas citándote  un BOE (Boletín Oficial del Estado) con la fecha de publicación de cierta ley que te preguntaba, lo que resultaba imposible obtener una pista entre cientos de normas publicadas todos los días. Pues bien, hallándome en la situación de remate de carrera, como consideraba imposible aprender tanto administrativo concebí una chuleta orientativa de conceptos contenidos en letra microscópica en un pliego o folio de papel plegado como un acordeón. Mi vista de lince y mi emoción ayudándome de aquellas notas hizo que me abstrayese, centrado como estaba e inadvertido de que quedaba yo solo en el aula. Así que cuando fui instado por el profesor Frutos (Años más tarde un hermano ocuparía la delegación del INSS en esta ciudad) a presentar mi escrito, ya lo consideraba yo como una obra perfecta para ser celebrada ex aula. Medio centenar de alumnos fuera cambiábamos impresiones y yo, con la euforia propia de quien llega al culmen de su carrera, no me enteraba de que arriba, en las artísticas escaleras de acceso al caserón universitario, se asomaba el severo examinador, que me llamaba, y me decían los colegas y amigos con los que tan optimistamente departíamos de nuestros exámenes: "Outeiriño, creo que te llaman", me dijo no sé si uno o varios, y yo: "¿Es por mi?". En aquel momento de celebración, todos  abriendo un hueco me dejaron como en la película de Solo ante el peligro, mientras el severo profesor desde la cima, cual Júpíter tonante y con voz firme, exclamaba: ¡Sr. Outeiriño, Sr. Outeiriño, res clama domino`!, mostrando aquel folio plegado como un acordeón que había dejado en el asiento del pupitre corrido, en mi euforia por creerme ya licenciado. Así acabó mi paso por las compostelanas aulas y agotado mi "cursus studiorium" en Compostela debí trasladar mis reales a Salamanca a pesar de aquello de quod natura non dat, Salamantica non prestat ( Lo que la naturaleza no da, Salamanca no  concede).

Desde entonces Santiago no me traía buenos recuerdos, por un tiempo, aunque di por bien empleado el gastado allí entre aulas de paso y amigos. Solo pensaba  en cómo no se me reconocía el mérito del trabajo contenido en la chuleta donde fui capaz de tal vez, el trabajo más elaborado que en mi vida hice, de meter todo un Administrativo, mejor dicho las pistas de todo él. Una inútil obra en miniatura, podría pensarse, pero solamente utilizable para vistas muy agudas y adaptadas a la semioscuridad de aquellas aulas. Fue como alarde sin recompensa.

Te puede interesar