Opinión

EDITORIAL | Con la hostelería, siempre

Hace ahora un año el mundo empezó a cambiar mientras se abrían dolorosas heridas vitales y cráteres tan gigantescos como el que sufre la hostelería, la mayor víctima económica de una crisis que por sus propias características ha devastado al sector: en su espalda está el 90% de los puestos de trabajo destruidos en España debido a la pandemia (345.000 trabajadores) y sigue con otro medio millón de personas en ERTE. La pesadilla ahoga a los bares y restaurantes, inmersos en casi todo el país en cronologías similares a las que han vivido en Galicia: cierre total en marzo, reapertura por fases en mayo, restricciones en octubre, cierre en noviembre, reapertura en diciembre, cierre en enero y la reactivación de finales de febrero. Este nuevo momento para ellos es crucial y sirve como resumen colectivo: la sensata prudencia que piden las autoridades sanitarias para las próximas semanas debe ir acompañada de un reimpulso de la actividad económica mientras avanza la vacunación. Solo consolidar ese complicado pero necesario equilibrio evitará la cuarta ola de un covid que ya ha costado 100.000 muertos y no empujará todavía más a la ruina a centenares de miles de españoles. El dramático aumento de peticiones de ayuda en Cáritas que contó ayer nuestra portada es, por desgracia, otro indicador de alerta. 

Por muchas razones no hay margen para más tropiezos. Los expertos avisan que el verano es la fecha tope para tener encauzada la recuperación después del frenazo de este inicio de 2021, que ha dejado a España como el único país europeo que destruyó empleo en febrero. La corrosión ya es brutal dentro de un sector hostelero formado en Galicia por más de 20.000 establecimientos, víctimas de una cadena de confinamientos, cierres y restricciones que significa que, por ejemplo, un bar de Ourense sin terraza ni servicio para llevar apenas haya podido abrir la mitad de los últimos 365 días. La patronal estatal cifra un desplome en las facturaciones del 50%, pero según el tipo de negocio las caídas alcanzan el 60 o 70%. A los hosteleros les ha tocado gastar ahorros, hipotecarse o vender patrimonio para intentar salvar el negocio de su vida. Hoy tienen las cuentas en rojo, se saben de memoria el DOG y hacen juegos malabares mientras se reinventan para pagar a proveedores, facturas atrasadas, alquiler o impuestos. 

Como han contado decenas de veces en estas páginas, el sector se ha sentido en muchas ocasiones abandonado. En esta desescalada, el control para evitar los excesos puntuales y la responsabilidad por las reuniones sociales no puede recaer de forma desproporcionada sobre ellos, extenuados y con cierto desconcierto por decisiones judiciales aparentemente contradictorias -el TSPV de Euskadi anula las mismas restricciones que se respaldan en otros tribunales y que estudia el TSXG- y las batallas políticas alrededor del modelo de Madrid, explorador de otra relación entre salud y hostelería. Galicia activó un plan que, pese a las lógicas complicaciones, debe permitir avanzar en ese sentido: medir aforos, códigos QR para el rastreo y las inspecciones son origen de un camino en el que, siempre con los datos sanitarios bien embridados y evitando la peligrosa relajación en los interiores será vital ir dando pasos que alivien a los bares y restaurantes, ampliando poco a poco horario y capacidad. Si no, con este nivel de restricciones negocios con la plantilla en suspensión de empleo no podrán volver y a otros, directamente, les será totalmente inviable siquiera pensar en el futuro. 

Desde la política, la empatía con las personas que tienen amenazado su sustento por el virus debe conjugarse con hechos que los asistan. La Xunta ha destinado 160 millones en apoyo directo al tejido empresarial -en la primera fase, 23,7 millones fueron a los hosteleros- pero el propio Núñez Feijóo ya reconoció que no eran suficiente, lamentando la falta de implicación de otras administraciones. Un año después del inicio de la pandemia es tan inexplicable que no haya una respuesta homogénea en toda España a la evolución de la pandemia como que no se haya articulado un plan de choque conjunto para atender la crisis de este sector, con demandas tan nítidas como justas: piden, llanamente, compensaciones acorde a los daños generados por el cierre forzoso para luchar contra el covid. Ahí entran para empezar los fondos directos, con criterios de reparto claro, refuerzos a la agilidad administrativa y evitando vetos por pequeñas deudas que ni se conocían -Galicia ya lo corrigió y Hacienda lo ha autorizado a nivel local-. También suspender o proporcionar el pago de impuestos al nivel de actividad permitido, un aval público de los alquileres, planes turísticos y de empleo, bonos de consumo o explorar un programa de jubilaciones anticipadas. 

A estos requerimientos se suman hoteles, gimnasios, centros de ocio, pequeño comercio o autónomos. Cada uno con su drama y conformando entre todos un terrible mosaico en el que se agrandan los huecos de gestión que va dejando el Gobierno central. La hostelería, que representa el 6% del PIB estatal, lleva pidiendo desde la vuelta del verano ayuda ante los regates del Ejecutivo y ya se anuncia batalla en los juzgados reclamando indemnizaciones por lucro cesante. 

Quizás fue ese descontento el que quiso atajar Pedro Sánchez con su anuncio de 11.000 millones para pymes y autónomos, pero de nuevo priorizó el “marketing” a dar detalles, criterios y tiempos. Algo inadmisible cuando hasta 130.000 pequeñas empresas están pendientes de estas líneas de ayuda pública para decidir su futuro más inmediato. En las últimas 48 horas se ha filtrado que el plan, que se aprobará previsiblemente este martes en Consejo de Ministros, contendrá un fondo para recapitalizaciones, otro para reestructuración de deuda y 2.000 millones en transferencias directas para repartir por las propias autonomías a las empresas. ¿Suficiente? Es posible que no, atendiendo a las demandas previas y comparando con lo que ya se ha inyectado a la hostelería en países de nuestro entorno. Pero ahora lo más importante, coinciden expertos y representantes sectoriales, es que ese dinero empiece a llegar cuanto antes. 

Porque retrasar las ayudas todavía más tendrá consecuencias funestas. La amenaza evidente es que las suspensiones de empleo acaben en persianas bajadas definitivamente dentro de una hostelería en la que las últimas restricciones de febrero se cobraron su propia factura: en España, los concursos de acreedores se dispararon un 125% y en Ourense los trabajadores en ERTE aumentaron un 66%. El reto es tan importante como el peso del propio sector, paradójicamente reivindicado con su cierre temporal. Nunca como en el último año fue tan abrumador su rol social ni tampoco su capacidad para mover a proveedores, pequeños productores, mercados de proximidad y comercio. Basta comparar las calles de un domingo del pasado febrero con las del día de hoy. Y ahí, en cada bar y restaurante nos jugamos un pedazo del futuro de Ourense.

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