Opinión

Frenar a Amazon

Una de las escasísimas buenas noticias que dejará este 2020 es que finalmente se han empezado a definir, y a abordar, los efectos dañinos de las grandes tecnológicas en la democracia y la economía globales. Bruselas y EEUU han arrancado sus cruzadas para activar las legislaciones que nivelen el terreno digital en favor de la libre competencia, la igualdad de derechos, oportunidades y responsabilidades. Esto, básico, se ha ido resquebrajando en este capitalismo de la vigilancia por empresas con un enorme volumen de riqueza y poder y que se enfrentan a los estados mientras tratan de modificar a su antojo mercados y sociedades. Y nadie encarna mejor ese rol de Leviatán moderno que Amazon, la firma más valiosa del planeta y dirigida por el hombre más rico del mundo -Jeff Bezos- con un modelo de negocio que genera con igual voracidad opulencia propia y desigualdad ajena -para empezar, con sus trabajadores-. 

Su estrategia -quizás cómoda en el cuanto peor, mejor- ha tenido otro empujón con la crisis del covid: el consumidor se termina de arrojar al comercio online -las visitas a su web española se han disparado- y muchos mayoristas y minoristas ven en Amazon la última tabla de salvación para evitar el cierre. Pero la situación tiene un reverso, impulsado por una ferocidad sin regular y ese inmenso capital de datos que le proporcionan queriendo o sin querer clientes, proveedores y vendedores. Un caudal que sirve a esta plataforma para perfeccionar sus estrategias de ventas, copiar productos ajenos que funcionan y acabar bajando precios hasta límites insoportables para el pequeño comercio -imposible competir desde fuera- y sus suministradores -ahogados desde dentro-, a los que compra -con su estrategia de la “gacela enferma"-, hunde o parasita. Estas malas praxis las han denunciado Francia -que ya la multó por vulnerar la privacidad del cliente y dañar a pymes-, Alemania o Bruselas -que maneja una posible multa del 10% de sus ingresos anuales-, y las sufrieron las empresas españolas que ahora demandan al gigante por impagos millonarios, acusándolo de promover relaciones contractuales propias del feudalismo. Tan descorazonador es escuchar esas prácticas como leer las tristes condiciones laborales que sufren sus empleados, con míseros sueldos, falta de material de protección en las primeras semanas de la pandemia y con la amenaza del despido si se atreven a protestar.

Nadie puede negar los avances ni el progreso derivado del capitalismo y todos sus hijos. Pero en la era digital, para estimular la innovación y proteger el libre mercado y la propia arquitectura social, es vital garantizar que estas empresas tan dominantes en sus ámbitos -Amazon, Google, Facebook, Apple…- no se conviertan en estructuras orwellianas con unos privilegios y poderes online inimaginables en el mundo físico. Avanzar no puede significar retroceder: los cambios que se están sucediendo en los estratos laborales son imparables y los “marketplace” son presente y futuro del comercio, pero todo debe desarrollarse con garantías para empresas, trabajadores y clientes. Justo lo contrario que parece practicar el imperio de Bezos. No puede haber nadie por encima de las leyes, los mercados no pueden ser monopolios, los contratos no pueden ser unilaterales y es insostenible que Amazon sea a la vez escaparate y vendedor, juez y parte.

La pandemia ha acelerado la sensación de vivir una coyuntura crítica. Quizás por eso el clima político haya terminado de variar y tras dos décadas de impunidad coincidan, en apenas unas semanas y a un lado y otro del Atlántico, las duras conclusiones de la investigación sobre las BigTech del Congreso estadounidense, los proyectos de ley de la Comisión Europea para regular los mercados y servicios digitales -con la posibilidad de obligar a trocear o vender negocios-, dos investigaciones comunitarias a Amazon y sucesivas demandas antimonopolio -las dos últimas, el jueves, contra Google-. Los pasos parecen bien encaminados a actualizar las normas y dotar de nuevas herramientas que impidan abusos de poder, controlen los contenidos publicados en estas plataformas y garanticen el adecuado pago de impuestos -para lo que, más allá de tasas, será vital la armonización entre países- y el transparente manejo de los datos de los consumidores.

Precisamente es a este último actor al que le queda otra de las claves. Y es que si es tarea de los poderes públicos recuperar marcos competitivos justos -el viejo doble movimiento de Polanyi que pasa por rehumanizar, en definitiva, el capitalismo-, es responsabilidad individual reflexionar -en pandemia, en Navidad, todo el año- sobre nuestro consumo: ¿Cómo rentabiliza Amazon esas ofertas? ¿Quién asume el coste de las gestiones y de las devoluciones? La respuesta está en las condiciones de empleados y pymes que trabajan ahí, y sus consecuencias se palpan en los escaparates vacíos de Ourense, Ribadavia o Carballiño. La inercia puede ser la opción más segura hasta que deja de serlo y, como no frenemos a tiempo, el precio de los precios de Amazon lo pagarán todas las tiendas de nuestros barrios y, a medio plazo, nosotros mismos. Porque las sociedades se debilitan y achican al mismo ritmo que se desertizan sus calles.

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