Opinión

La indignidad de un presidente

Es en los momentos de tribulación cuando los pueblos necesitan el respaldo y el socorro de un buen gobierno. Los buenos gobiernos, los que se ofrecen generosamente y se comportan con abnegación y valor en situaciones de máxima exigencia, no necesitan alardear de sus conquistas ni han de apelar a subterfugios para respaldar sus decisiones. No han de hacer otra cosa que rendir fidelidad y compromiso a sus administrados y comportarse honestamente con ellos y con sus aspiraciones. Actuar con prontitud y sentido común, respetar el ordenamiento jurídico y las instituciones, aplicar en la tarea el máximo esfuerzo y ante todo y sobre todo no mentir, constituye la esencia de una respetable clase dirigente. Por tanto, la mentira, la manipulación, el exceso, la arrogancia y el desprecio son lacras infames que proclaman la perversión en el desempeño de una responsabilidad tan alta como la que proponen los pilares de un estado democrático.

Se trata de gestionar con acierto la confianza que el propio pueblo deposita en manos de sus gobernantes. Eso es, ni más ni menos, el poder.

Por desgracia, ese ejercicio para el que los pueblos eligen a sus gobernantes esconde también un turbio catálogo de tentaciones a las que no es fácil sustraerse y a las que ha sucumbido un Gobierno nacido de un episodio coyuntural y anclado en un intrincado ramaje de alianzas que se han convertido muy pronto en su sello personal y, seguramente, en su propia trampa. El proceso -coyunturalmente concitado en torno a un político arrogante y osado llamado Pedro Sánchez, al que despreciaron en su momento los miembros de su propio partido- acabó distinguiéndolo en virtud de una afortunada cadena de insólitas casualidades. Y sustituyó de paso la legitimidad de un recurso parlamentario como la moción de censura, por otra estrategia consistente en acumular una bochornosa cadena de componendas y apaños sin el menor sentido ético, que han ido creciendo en intensidad y deslealtad hasta alcanzar en estos momentos un punto tan delicado que cumple ponerlo en evidencia y advertir a la sociedad de los peligros de un escenario que el presidente Sánchez ha elaborado contando con la complicidad de sus socios de gobierno.

Pedro Sánchez es un hombre ambicioso y muy seguro de sus propias lindezas. Alto y bien parecido, fiel a una imagen de personaje actual, activo y cosmopolita, no ha tenido el más mínimo rubor en construirse en torno a sí mismo y a su atractiva estampa, un perfil intelectual y personal para el que no ha regateado soluciones reales y también ficticias. Sánchez ha mejorado artificialmente su expediente universitario, ha trampeado con su propia tesis doctoral, ha ido situándose meciéndose en sus propios encantos, y se ha planteado con enorme ambición y serena paciencia, su techo político.

 Una vez consolidada su posición en el PSOE, en el que ingresó con algo más de veinte años y en cuya función política se inició como concejal del Ayuntamiento de Madrid, planificó exactamente sus destinos buscándose horizontes en instituciones europeas, contactos y amistades que le han proporcionado lo que hoy es: un político de 48 años, razonablemente preparado y viajado, con experiencia en el debate y buena entrada en los foros de opinión, dispuesto a cumplir un sueño para el que no consiente que ningún obstáculo le salte al camino. Lo malo es que esa conquista de un ideal de vida ha disparado hasta límites intolerables su ambición. Sánchez es un sujeto insaciable capaz de despreciar incluso los más elementales principios morales en la conquista. Ya lo ha hecho, ha comprobado que estas actuaciones no han resultado mortíferas para sus apetencias, y ha resuelto incrementarlas hasta donde sea necesario. En pleno desarrollo de una estrategia de largo alcance y proporciones impredecibles, le ha sorprendido –a él y a un heterogéneo Gobierno de coalición sin elementos de cohesión más allá de la propia supervivencia- un factor gravísimo, inesperado y desconocido en forma de pandemia que por el momento ha acabado con la vida de 30.000 de sus administrados según cifras del propio Ejecutivo. Otras estimaciones más veraces apuntan a más de 50.000 víctimas.

En esta estremecedora situación y en puertas de una repetición de la pesadilla ya vivida, Pedro Sánchez, amparado por el Ejecutivo que domina, no solo no ha remitido en sus deseos de control y manipulación de todas y cada una de las instancias que tiene a mano, sino que ha incrementado su presión, acrecentando además en esta misión su cada vez más alarmante carencia de principios. 

 A la reiterada estrategia de colocar dirigentes títeres a la cabeza de bastiones estratégicos –el caso de Rosa María Mateo nombrada a dedo “administradora única” del ente RTVE para un periodo de transición hasta la convocatoria de un concurso de méritos en cuyo situación lleva más de dos años sin que el concurso se oficialice es paradigmático, pero también lo es la designación de un personaje como José Félix Tezanos en la presidencia del Centro de Investigación Sociológica, o Paz Esteban al mando del CNI- hay que añadir la implacable perversión de las instancias judiciales, pilar y sostén en su necesaria independencia de un Estado de Derecho. Sánchez ha desafiado todas las reglas de la ética y el buen gobierno, convirtiendo a Dolores Delgado -la que era su ministra de Justicia, y a la que tuvo que apartar por sus lamentables implicaciones en encuentros amigables de conspiración y sobremesa con el excomisario Villarejo, el exjuez Garzón y otros inquietantes contertulios- en Fiscal General del Estado, dinamitando con esta designación el principio sacrosanto de la no injerencia. Delgado es ya una pieza activa y básica en el control de la Fiscalía, y lo está demostrando tras oponerse a la posibilidad de que se acepte la interposición de recursos judiciales contra el Gobierno por la gestión de la pandemia, tras oponerse a cualquier vestigio de investigación de la contabilidad B de la formación afín Unidas Podemos a la que pertenece el vicepresidente Iglesias y varios ministros del gabinete, y a la presencia de oficio en diligencias que investiguen a su vez los hechos acaecidos el 8 de marzo en que se celebró una Marcha por los Derechos de la Mujer que la propia ministra del ramo, Irene Montero, reconoció sumamente peligrosa y digna de ser prohibida dadas las informaciones sobre el covid-19 con las que en aquellas fechas ya contaba el Gobierno. La Fiscalía ha perdido su independencia como la perdió en su día una institución tan necesaria como la abogacía del Estado, que ya no sirve a otros intereses que aquellos que le dicta el Gobierno. Hace unos días, la Audiencia Nacional ha resuelto devolver a Pablo Iglesias su papel de perjudicado en el llamado “caso Dina”, corrigiendo el dictado del juez García-Castellón, quien había detectado actuaciones del vicepresidente que le convertían en implicado en el “caso Villarejo”. 

Vivimos una situación excepcionalmente grave por efectos de la pandemia anticipo de un escenario financiero, económico y social de proporciones apocalípticas. En este ámbito de angustiosa incertidumbre, el presidente Sánchez no solo se ha desentendido de una gestión cuya responsabilidad le corresponde plenamente, sino que ha preferido olvidarse de ella y buscarse su vocación populista en otras lides. Y para ello, ha puesto de manifiesto comportamientos de una gravedad que no pueden explicarse ni siquiera en virtud de una servidumbre política que le liga a los grupos extremos e independentistas. La mayoría parlamentaria que ostenta ha logrado eliminar del código de comportamiento del Congreso, la referencia al acatamiento de la Constitución, punto que se suprime por “redundante e innecesaria”. Pero en esta catarata de decisiones hostiles al marco constitucional que le han hecho protagonista de una semana excepcionalmente virulenta en este sentido, ninguno puede compararse a su comportamiento en el Hemiciclo transmitiendo a los escaños de Bildu su dolor y su pésame por la muerte del preso etarra Igor González Sola, que se suicidó en su celda colgándose del cuello. Cumplía condena de veinte años en Martutene y fue el primer preso etarra acercado a una cárcel vasca desde que Sánchez asumió la Presidencia. Grande Marlaska, fiel escudero en esta y otras recientes desdichas, secundó también en público y en el Hemiciclo el disparatado testimonio de dolor ofrecido por su presidente.

 Se cifra en 829 las muertes directas atribuidas a la mano ejecutora de la banda terrorista. La mayor parte de sus miembros jamás han pedido perdón por estos hechos. Nunca antes un político constitucional había recordado públicamente y rendido homenaje en su fallecimiento a un miembro de ETA. 

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