Opinión

EDITORIAL | Los preocupantes efectos de la mentira en la política española

En 2016, “posverdad” fue la palabra del año. En 2019 nos preguntábamos hasta dónde podrían llegar las mentiras en el discurso público y en 2020 lo hemos comprobado. El año de la pandemia y de todas sus crisis ha terminado de acelerar también esta realidad: desde la Transición, a la clase política española nunca le ha salido tan barato como ahora mismo mentir, ocultar o bloquear información mientras escapa de sus responsabilidades frente a una sociedad cada vez más exhausta y polarizada. Sin querer sonar apocalípticos, el panorama es preocupante.

Mentir públicamente solía ser el principal pecado de un político. No idealizamos el pasado: las mentiras siempre han estado en los discursos, en los programas electorales y en todas las legislaturas, pero la hemeroteca servía de guardián para limitar excesos. La digitalización y las redes empezaron a acelerar la exposición de los políticos, el nivel fue bajando y muchos de los que quedaron se blindaron en un universo en el que lo importante es el relato, solo miente el contrario y nunca se asumen los errores propios. Combinado con cuatro años de permanente campaña y una pandemia el resultado lo vemos cada día en el Congreso. Sánchez argumentó su moción de censura a Rajoy diciendo que “España se merece un gobierno que no le mienta”. Es el mismo al que pactar con Podemos le provocaba insomnio y que ahora lidera un Ejecutivo que rechaza la realidad cuando le conviene -negociación con Bildu o reunión con la vicepresidenta de Maduro- y se inventa burdas excusas -“Bruselas me pidió rebajar el delito de sedición”-. Por su parte, el PP niega evidencias tan innegables como su corrupción, habla de “Gobierno ilegítimo” y compite a hipérboles con Vox -y toda su realidad de hechos alternativos-. Qué irónica acaba siendo la preocupación de todos ellos por las “fake news” mientras Sánchez crea comités de desinformación criticados por Casado -antes defensor de Orban en Europa- y respaldado por Podemos, en contra de la ley mordaza en la oposición y que ahora, en la moqueta, impulsa una web para contar sus verdades y criticar a los no alineados. La mentira es, según el momento y posición, ataque, defensa o escape. La mancha se filtra por parlamentos y ayuntamientos.

Estrategias comunicativas inadmisibles se han acabado de naturalizar en este 2020, sin aparente coste para el que las practica en el escaño pero generando amenazadoras grietas en la calle -y en algunos wasaps-. Ante la crisis, y en lugar de consensos, el populismo se hace transversal y los debates se cubren de insultos que solo alimentan la fragmentación. Y el poder, lo vemos día a día, prefiere “suavizar" determinadas verdades a afrontar su coste: el Gobierno que decía que las mascarillas no eran necesarias se niega ahora a revelar la identidad del comité clínico que lo asesora. En Madrid instrumentalizan la inauguración de un centro hospitalario sin siquiera terminarlo. En Galicia se desconoció durante ocho meses el número de rastreadores. En  Ourense hay órdenes para negar a los medios, cuando no interesa, los datos de los fallecidos en el registro civil, las sanciones por el confinamiento o los peticionarios del ingreso mínimo. Los periodistas encuentran cada vez más problemas para hacer su trabajo en los juzgados, la cárcel o el propio hospital. Esta opacidad se ha aliado con las actuales restricciones sanitarias para terminar de obstaculizar la necesaria fiscalización. Nunca como ahora mismo los ministerios, consejerías o concejalías se han asemejado tanto a multinacionales empeñadas en negar o privatizar la información pública.

Todo este contexto amenaza con convertir a los españoles en insensibles a las tristes evasivas de muchos dirigentes y a sus trampas, cayendo en el equívoco de que todos los políticos son iguales: si pienso que todos mienten, cuando en efecto alguno lo haga ya no me sorprenderá y por tanto tampoco le pasaré factura; si de antemano tomé partido por los míos luego ajustaré la realidad a mi propia percepción. Por eso la mentira está considerada como uno de los actuales desafíos de las democracias. Porque si la verdad es irrelevante, en las urnas ganará el que mejor mienta. Como freno, la sociedad civil -con los medios a la cabeza- se sitúa más que nunca como el último filtro para verificar los hechos, exponer las contradicciones y pedir consecuencias. De lo contrario, la mentira será usada en beneficio particular y acabará dañando la convivencia y las instituciones colectivas, causando heridas como las vistas en EEUU o el Reino Unido. Ante un horizonte tan lleno de dudas, y en el aniversario de la Constitución, ahora es el momento de exigir la máxima altura a nuestros líderes -y poder así sumar a los mejores para los hemiciclos-. Debemos pedir responsabilidad, defender las libertades conquistadas y reivindicar el derecho a la información y a la transparencia. Si el gran poder de la democracia es su capacidad de aprendizaje, como apunta Daniel Innenarity, empecemos por recuperar la importancia de la verdad y la ética en la vida pública española. 

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