Opinión

25-X, casi un día cualquiera

Para la gran mayoría de los gallegos el 25 de julio no tiene nada de especial, no siendo su condición de jornada no laborable que a veces, como este año, propicia un “puente” festivo en el corazón del verano. En plano institucional es el Día de Galicia, que paradógicamente coincide con la festividad de Santiago Apóstol, patrón de las Españas, una conmemoración abanderada desde siempre por el españolismo más rancio, que reviste especial solemnidad con la Ofrenda Real en la Catedral y una serie de actos protocolarios. Como hace siglos, al decir del izquierdismo laicista, a día de hoy se sigue escenificando la subordinación del poder civil a la religión, por medio de un ritual que no se compadece con la aconfesionalidad constitucional del Estado. Sin embargo tal controversia le es bastante ajena al ciudadano de la calle que, por suerte para él, tiene normalizada esa como tantas otras anomalías del sistema.

En 1976, y por consenso de las principales fuerzas políticas, incluida AP (hoy PP) y el Partido Comunista, el 25-X se instituye como “Día Nacional de Galicia”. El nacionalismo, entonces como ahora, lo considera el “Día da Patria Galega”, una fecha emblemática en la que marca músculo y territorio, frente un Gobierno de España que incluso años después de la muerte de Franco, hasta bien entrados los 80, prohíbe y reprime las manifestaciones reivindicativas. La asistencia a los actos de ese día le sirve al movimiento nacionalista para enaltecer al líder o lideresa, rearmarse anímicamente y para calibrar su capacidad de movilización, que ha ido claramente a menos, a partir de las espasmos y convulsiones internas que, a partir de 2012, resquebrajaron el Bloque y dieron oxígeno al rupturismo. Es incuestionable que el Bloque y sus organizaciones satélites siguen capitalizando la conmemoración. En realidad, nadie se la disputa.

Para PP y Pesedegá, el Día de Galicia ha dejado de tener -si es que para ellos alguna vez lo tuvo- el carácter reinvindicativo con que lo siguen envolviendo las distintas familias del nacionalismo y el soberanismo. Es una jornada en que la comunidad gallega autoafirma su identidad y celebra la conquista del autogobierno en el marco del Estado de las Autonomías surgido de la Transición. Populares y socialistas, unos en Bonaval y los otros en Rianxo, desarrollan actos simbólicos, a los que apenas acuden sus cuadros dirigentes y los cargos públicos y en los que suelen hacer proclamaciones reiterativas y rutinarias de baja o nula intensidad política. Sus respectivos discursos, repletos de frases hechas o lugares comunes y de mero trámite, son tan perfectamente predecibles que apenas generan titulares y nunca suelen alimentar debates de fondo.

En Compostela, la multitudinaria presencia de peregrinos y visitantes por el Xacobeo diluye irremediablemente la conmemoración del 25-X. La algarabía festiva se impone al fervor galleguista y nacionalista de quienes aún creen necesario movilizarse para afianzar las conquistas autonómicas y avanzar hacia el horizonte de una Galicia dueña de sí misma. Ya se empiezan a escuchar voces que proponen descentralizar la conmemoración de modo que el resto de las ciudades y villas del país organicen actos propios, que sus habitantes han de sentir más cercanos. Lugo, con su “asembleia nazionalista” de 1918, o el Ourense de la “Xeración Nós”, por poner sólo dos ejemplos, tienen tanta legitimidad como Santiago para acoger celebraciones de cierta relevancia en el Día de Galicia, que de ese modo empezaría a dejar de ser para muchos gallegos del común lo que aún hoy es: casi un día cualquiera.

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