Opinión

La ciudad y el perro

No les queda otra. Los ourensanos se van haciendo a la idea de que Gonzalo Pérez Jácome seguirá siendo su alcalde al menos hasta las próximas elecciones locales, allá por mediados de 2023. Seguramente a la mayoría no le hace feliz, o le es directamente indiferente, la idea de que la gestión del día a día en el devenir de la ciudad esté en manos de un nanogobierno, integrado por Jácome y los dos únicos concejales que le siguen siendo leales tras la espantada del resto del grupo municipal de Democracia Ourensana, ahora muy crítico -y beligerante- contra quien fue su indiscutido líder. Aunque están en marcha varias operaciones en distintos frentes para desalojarlo de la alcaldía, el tiempo juega a su favor, como las propias dinámicas internas de la política local, provincial y hasta regional, amén de la endiablada correlación de fuerzas en el Concello. Nadie lo sabe mejor que él porque, como perro viejo, conoce al dedillo las miserias y las servidumbres, además de los intereses creados, de sus rivales y del entorno en que se mueven.

En la oposición hay un amplísimo consenso: todos quieren acabar con Jácome, incluyendo a quienes lo invistieron sabiendo a qué se arriesgaban. Con su actitud, el alcalde no deja de dar argumentos y de justificar la urgencia de sacarlo de la circulación, al tiempo que  hace ver que, por razones de estrategia partidista, a nadie le conviene mover ficha. La enfermiza seguridad en sí mismo que exhibe el regidor tiene más que ver con su convencimiento de que no habrá moción de censura ni inhabilitación judicial que con la autoestima casi mesiánica y desacomplejada que finge. Tiene asumido que no figurará en letras de oro en la historia de Ourense, nadie le declarará hijo predilecto, ni tendrá una calle a su nombre. Sin embargo, también parece convencido de que al final de su trayectoria se habrá llevado por delante o dañado muy seriamente unas cuantas carreras políticas. A eso parece jugar. 

Jácome es como el perro del hortelano, que ni come ni deja comer. Sin presupuestos y cercado por un absoluto vacío institucional, no tiene ni la más remota posibilidad de sacar adelante ninguno de sus "proyectos estrella". Su posición actual es la de mayor debilidad política que queda imaginarse. Se ha de conformar con la gestión de los asuntos ordinarios y no de todos. Pero dispone de un arma muy poderosa y que maneja con diabólica destreza: la dialéctica. Lo suyo es un populismo de garrafón, con el pertinente sustrato demagógico, que se ampara en el desencanto generalizado de una población, la ourensana, que ha acadado por resignarse a padecer desde hace años pésimos gestores municipales, que, por error u omisión, fueron los que alimentaron el monstruo.

A las críticas, incluso a las simples preguntas incómodas, Jácome responde ladrando. Por su indómita personalidad y por sus endebles convicciones democráticas, no está dispuesto a asumir las servidumbres que conllevan los cargos públicos. He ahí una de sus flancos más débiles. Resulta incapaz de aceptar que le va en el sueldo soportar lo más digna y deportivamente posible las diatribas y hasta las descalificaciones personales que le lanzan sus oponentes políticos y los medios de comunicación, esas en las que sin embargo Jácome era un consumado maestro cuando estaba en la oposición. Convertida la arena política ourensana en un enorme cenagal, ahora se molesta por que le pringue el fango que él mismo ha contribuido a generar. Es muy preocupante que no se dé cuenta que está tomando de su propia medicina. Y que por eso mismo corre peligro de envenenarse. 

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