Opinión

La feria del voto exterior

Los que saben de esto estiman que no serán más de cien mil los votos que habrá que contabilizar de los gallegos residentes fuera de España en las próximas elecciones autonómicas. O sea, que votarán menos de uno de cada cinco que podrían hacerlo, una vez que el Congreso aprobó la reforma legislativa que acaba con diez años de voto rogado. Esta fórmula se había implantado en 2011 por acuerdo de PP y PSOE y contó entonces con el apoyo del PNV y CIU. Se lo ponía muy cuesta arriba a los votantes de la diáspora al exigir una solicitud expresa, al tiempo que se complicaban los trámites y se acortaba el plazo para cumplimentarlos. Era claramente una medida disuasoria, adoptada porque en aquel trance los grandes partidos del sistema temían que les podía perjudicar la participación masiva de nuestros compatriotas que viven en el extranjero. Y pasaron por alto que tales restricciones menoscababan seriamente su derecho a la participación en la vida política del país. 

El disputado voto exterior tiene en España menos de cincuenta años de antigüedad. Fue autorizado por primera vez en el referendum de la reforma política con el que, a finales de 1976, arrancó la Transición. Desde que se implantó estuvo siempre acompañado de sombras de sospecha. Está demostrado que llegaron a votar los muertos que seguían apareciendo en unos censos poco rigurosos. Igualmente es una evidencia que, en el caso de Galicia, las grandes fuerzas políticas enviaban agentes electorales para recolectar votos en los países latinoamericanos y europeos donde están la mayores colonias de emigrantes gallegos y sus descendientes. En más de una ocasión -en 2005 sin ir más lejos- las “sacas” de correo que traían esos votos estuvieron a punto de decidir quién gobernaba. El temor a un fraude o a un pucherazo de ese tipo fue lo que justificó la implantación del sistema que ahora se deroga, que había reducido a cifras testimoniales la participación de los llamados residentes ausentes.

El sufragio de los emigrantes apenas pesa en unas elecciones generales. Sin embargo, y aunque sea en un contexto de resultados muy reñidos, puede llegar a ser decisivo en algunas autonomías. De ahí la atención que le conceden las principales fuerzas políticas, incluidos los nacionalistas hegemónicos. Además, en el caso gallego llega a tener un peso determinante en la elección de alcaldes en cerca de una veintena de municipios de las provincias de Ourense y Lugo, aquellos que suman tantos o más habitantes de derecho desperdigados por el mundo adelante que residentes en su propio territorio. El Parlamento gallego y un juzgado llegaron a investigar al alcalde socialista de Muxía por la “denuncia” de una supuesta agente electoral -más bien, una agente doble- que afirmó haber sido enviada a recaudar votos en Argentina en las elecciones de 2007. Aquello armó un gran barullo político y mediático, aunque estaba claro que solo era la punta de un enorme iceberg.

En este ámbito, como en otros, el poder otorga un plus. Aunque pueda haber excepciones, la tendencia es a que los votantes del exterior apoyen mayoritariamente al partido gobernante, porque es con el que tienen un contacto directo, por la vía de embajadas y consulados, o mediante los viajes de los mandatarios y de sus comisionados. Sobre todo es del Gobierno de turno de quien reciben ayudas y subvenciones. Las entidades y centros o casas regionales que agrupan a este colectivo también desempeñaron hasta hace poco un papel clave en una estrategia a veces descaradamente clientelar. Por esa y otras razones hay sectores que ven una cierta anomalía democrática en que decida quién nos gobierna gente que no vive entre nosotros y que no se verá tan directamente afectada por las consecuencias de su decisión. Les parece que esto del voto -rogado o sin rogar- de los residentes ausentes ha sido, y volverá a ser, un auténtico mercadeo. Y ya sabe que cada cual tiende a hablar de la feria como le va, o cree que le va a ir, en ella. Se impone la lógica política al sentido común.

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