Opinión

Política recreativa

No es cierto que la moción de censura de Vox contra Pedro Sánchez no haya tenido ninguna utilidad práctica. Desde luego no sirvió para cambiar de gobierno, ni para modificar su hoja de ruta, ni para brindarle un baño de realidad que le espabile o, como se dice ahora, le ponga las pilas. Quienes hayan tenido la paciencia de seguir las sesiones parlamentarias en todo o en parte poco o nada habrán aprendido que no supieran sobre la actual dinámica de la política española, en la que no se debate, sólo se confronta, y donde la dialéctica no es una estrategia sino un arma con la que vencer o más bien derrotar al enemigo, ahorrándose el esfuerzo de tratar de convencerlo. El envite parlamentario de la oposición minoritaria contra la mayoría gubernamental puso de manifiesto lo mucho que disfrutan sus señorías jugando al intercambio de frases gruesas, ocurrencias, descalificaciones, falacias, mentiras o posverdades, haciendo política recreativa. 

El presidente del Gobierno se recreó en sus intervenciones. Tan seguro de sí mismo y tan fatuo como es, se le veía cómodo. Se gustaba en el papel del sabiondo de la clase que da lecciones a diestro y siniestro, imbuido de la autoridad que siempre confiere el ejercicio del poder a quien lo ostenta, aunque sea un zote. Sánchez se pareció por momentos al abusón de la clase jugando a hacer creer a los abusados que si se lo propone puede ser incluso conciliador y hasta condescendiente, un gesto muy a valorar en el hombre que siempre cree andar sobrado de razón. Desde luego, si de eso se trataba, la moción no le desgastó ni lo más mínimo, ni hacia adentro ni hacia afuera. Los censuradores en cambio malgastaron sus esfuerzos, o lo que es lo mismo, gastaron su pólvora en salvas y lucerío, en fuegos artificiales de esos que dejan rastros de humo y olor a quemado pero sin causar daños reales. 

Desgraciada y habitualmente los hemiciclos de los parlamentos se parecen demasiado a los patios de colegio en horas de recreo. Tampoco esta vez el Congreso de los Diputados fue una excepción a esa lamentable regla general. Sus señorías estaban cada uno a lo suyo, entregados a quehaceres lúdicos con los que se distraen y -lo que es más grave- intentan distraer a la ciudadanía de los aburridos problemas reales que nos aquejan. Es verdad que no todos juegan al mismo juego, pero no es menos cierto que disfrutan por igual del relajante placer de saber que la triste realidad no les arruinará la distracción, que pueden estar a lo suyo gracias a ese cerco protector que es la endogamia partitocrática, uno de los factores que más alejan de la política al ciudadano de a pie cada vez más desencantados y descreídos.

Los que peinamos canas hace tiempo nos recreamos en el recuerdo de aquellas sesiones parlamentarias de la ahora tan discutida Transición. En ellas los políticos de entonces, imbuidos de la responsabilidad que tenían encomendada, discutían apasionadamente, sí, pero con argumentos razonados y razonables en torno al modelo de país que había que levantar sobre los cimientos de una incipiente democracia. Tenían, además de vocación, convicciones muy profundas y un gran sentido de la responsabilidad. Eran hijos de su tiempo. Estaban poniendo en pié el hoy denostado régimen del 78. Sabían que en cada decisión se jugaba el futuro, un futuro que les urgía y que era mucho más que la modernidad. Aquellas gentes entendían que la política hay que tomársela muy en serio, que con las cosas de comer no se juega. Ah, y que los experimentos se hacen con gaseosa. O con el Quimicefa, el juego de la química recreativa.

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