Opinión

Una reforma estatutaria en cuarentena

No habrá reforma del Estatuto de Autonomía ni a corto ni a medio plazo. Los principales actores de la política gallega asumen que no toca. No ya porque ahora estamos a lo que estamos -a luchar contra la pandemia y sus consecuencias-, sino también porque la fuerza mayoritaria, el PP, que es quien habría de llevar la iniciativa, no ve la necesidad de abordarla y además socialistas y nacionalistas tampoco están por hacerse fotos juntos si pueden evitarlo. Desde luego hay general coincidencia en que no sería prudente plantear ahora en ese ámbito un gran acuerdo de país, que tiene todas las papeletas para acabar, otra vez, en un fiasco que, si bien no en igual medida, les pasaría factura a todos y al menguado prestigio de la clase política. Precisamente para huir del debate, el cuadragésimo aniversario de la promulgación del actual Estatuto se conmemora con sordina, como si no se tratase de una efeméride fundacional de lo que hoy es nuestro entramado autonómico. 

A Feijóo el Estatuto le vale como está. Mientras estuvo en la oposición, y gobernaba el bipartito PSOE-BNG, se aprovechó de las grietas en la coalición para que una eventual reforma estatutaria entrase en vía muerta. En el trance de reconquistar la Xunta, el PP incluyó esa posibilidad en el programa de gobierno, pero quedó en nada ante la gravedad de los retos que entrañaba entonces la gran crisis económica. Y nunca más se supo. Incluso antes de la crisis del covid, si se le planteaba el asunto, solía aducir que nada tiene de urgente, arguyendo que los textos estatutarios gallego y vasco son los únicos que no han sido retocados en cuarenta años de existencia y siguen siendo igual de útiles para sus respectivos modelos de autogobierno. 

Lo que acaba de hacer el Pesedegá, en el acto de Caballero con Touriño y Laxe, es atribuirse el mérito de haber evitado en su momento que Galicia quedase relegada a una autonomía de segunda, como planeaban la UCD de Suárez, el propio PSOE de Felipe y Guerra y la AP de Fraga. Los socialistas gallegos, en especial aquellos que provenían del PSG de Beiras y del PCG de Guerreiro, dieron la batalla en las Cortes para que no se consumase el "aldraxe" que parecían dispuestos a tolerar los que no estaban por la labor de construir un Estado de las Autonomías sino simplemente por resolver el problema "histórico" de Catalunya y Euskadi. Los Ceferino Díaz, Rodríguez Pardo y compañía contaron con el apoyo de Meilán Gil y alguno que otro barón centrista, y con el respaldo de la calle, en su pelea por lograr "un estatuto" de primera. Es de justicia reconocer también el decisivo papel de Xosé Luis Barreiro a la hora de convertir al autonomismo a una derecha que se habría conformado con una mera descentralización administrativa.

Por su parte, el actual Benegá, muy alejado de aquella línea pragmática, moderada y pactista de Anxo Quintana, no oculta sus aspiraciones soberanistas desde el convencimiento de que un Estatuto de Autonomía, sea el vigente o el que pudiera salir de una reforma, nunca responderá a las necesidades objetivas o a las reivindicaciones de auténtico autogobierno de los sectores de la sociedad gallega a quienes el frentismo dice representar. Para los de Ana Pontón, carece de interés alimentar un debate sobre la necesidad o no de tunear el texto estatutario de 1981. Ellos quieren pasar a otra pantalla, claro que sin renunciar a jugar en la actual, por más que la consideren una antigualla. Si se negocia un nuevo Estatuto estarán ahí, porque hay que estar, pero su apuesta -y no la ocultan- sigue siendo una reformulación integral del Régimen del 78 que incluya ese derecho a decidir cuya sola mención causa sarpullidos a populares y socialistas. Y en esas estamos.

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