Opinión

El triunfo de la política desideologizada

El PP elige por tercera vez a un gallego presidente nacional. El partido, que nació en la Transición como Alianza Popular, lo creó aquel animal político llamado Fraga para cobijar a media docena de prohombres del tardofranquismo e insertarlos en la recién nacida democracia. El propio Don Manuel, ya con un pie en su tierra gallega, lo refundó en 1989 para convertirlo en la gran casa común de la derecha española. De esa tarea laboriosa se encargó José María Aznar, que llevó al Partido Popular a La Moncloa y depositó su herencia política en manos de Mariano Rajoy. Fue con el político pontevedrés, “retranqueiro” e inequívocamente conservador con quien los populares alcanzaron mayor respaldo ciudadano. Ahora, tras el paréntesis con puntos suspensivos que supuso Pablo Casado, Galicia vuelve al puente de mando del PP, al asumir su liderazgo Alberto Núñez Feijóo, tras trece años al frente de la Xunta y cuatro mayorías absolutas como gran aval.

Los barones territoriales del partido, con la aquiescencia de poderes económicos y mediáticos afines, aúpan a Feijóo al liderazgo popular con la intención de reconquistar el Gobierno de España. Eligen como “primus inter pares” a alguien que proviene del ámbito de la gestión burocrática, con fama de tecnócrata y que hasta no hace mucho se sentía incómodo en su condición de político. La batalla ideológica nunca fue -y sigue sin ser- un ámbito que le atraiga. Porque se considera ante todo un hombre de acción, un ejecutivo, que sitúa las ideas en un plano muy secundario, convencido de que la imnensa mayoría de los ciudadanos no está adscrita a ningún ideario concreto y decide su voto desde un pragmatismo donde priman los resultados prácticos incluso sobre la brillantez y el carisma. La gente del común parecer preferir la eficacia a la coherencia a la hora otorgar su confianza a este o aquel dirigente.

Precisamente por no ser un político vocacional, Feijóo se afilió tarde al PP, pasados los cuarenta años, cuando ya había ostentado cargos destacados en Administraciones populares. No se curtió en las Nuevas Generaciones, ni trabajó en la base. Entró por la cúspide y cooptado por Romay y Rajoy, dos notables a su vez compañeros de viaje respectivamente de Fraga y Aznar. Mucho antes de su aterrizaje en la calle Génova, todos en el partido le conocían y sin embargo a todos les da la impresión de que, a diferencia de sus predecesores, el nuevo líder conoce muy poco el partido, más de allá de su estructura en Galicia, construida a su imagen y semejanza. He ahí uno de sus puntos débiles. Tal vez un trascendental talón de Aquiles, como reconocen algunos de los que le convencieron para que asumiese, esta vez sí, la presidencia nacional. Aunque el traje que Feijóo se enfunda, en realidad, es el de candidato a la presidencia del Gobierno, que es el mejor le sienta y con el que espera lucirse.

Y es que en la cúpula del PP se ha instalado, con plenos poderes, un político con escasa vocación, pero que además nunca se definió como de derechas, así con todas las letras. Ni siquiera como liberal conservador. En el propio congreso que lo acaba de encumbrar se autoadscribió al centrismo reformista, la ideología que nucleaba la UCD de Adolfo Suárez, al que siempre admiró y que consideraba un referente por su capacidad de interlocución a diestra y siniestra. Para Feijóo, que reconoce haber votado al PSOE de Felipe González en los años 80, no es lo mismo ser de centro que de derechas. En la derecha-derecha es donde él sitúa a Vox y está convencido de que el papel de la ultraderecha volverá a ser residual en cuanto pise moqueta y tenga responsabilidades de gestión. Entonces quienes les votan descubrirán su inconsistencia y lo mal que encajan en la práctica los planteamientos teóricos de este como el del resto de los populismos. Justo lo contrario de lo que le sucede a él, que descolla como buen gestor sin necesidad apenas soporte ideológico ni programático.

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