Opinión

Así, este país resulta ingobernable

Va uno, de nuevo, recorriendo España en busca de esa peculiaridades locales que constituyen la sal de una campaña electoral como en la que ya, de hecho, estamos nuevamente inmersos (bueno, en realidad, siempre estamos inmersos de alguna manera en campaña desde hace cuatro años*o más). Este jueves, en Lugo, un interesante político gallego, afecto, cómo no, a Núñez Feijóo, me dio una clave: "Es ingobernable un país en el que los alquileres de una vivienda similar en la capital lucense o en Pozuelo de Alarcón pueden llegar a variar en un quinientos por ciento, o más". Se refería a esas estadísticas de Fomento que tanto revuelo han causado, según las cuales, depende de donde usted viva, puede conseguir alquilar un piso digno por un mínimo de trescientos o de novecientos euros. Un signo más, si preciso fuere, de las enormes desigualdades que jalonan la vida cotidiana de la "gente normal" en España.

Leo otro informe según el cual Madrid y su entorno se están convirtiendo en polo de atracción de una migración interior que está vaciando a ritmo acelerado las comunidades limítrofes, esa España del interior que estos días me empeño en recorrer. Y esto, claro, tiene mucho que ver con el planteamiento y desarrollo de esta campaña: es muy difícil, como me decía mi interlocutor gallego, no ya lanzar mensajes uniformes para todo el territorio nacional, sino incluso hacerlo para todos los municipios de una misma Comunidad. La riqueza de ser diferente en España se está convirtiendo en el vértigo del caos.

Y no lo digo por lo que está sucediendo en una cada vez moralmente más distante Cataluña, o por los a veces esotéricos planteamientos del nacionalismo vasco a la hora de teorizar sobre su integración en el Estado: lo digo porque viajas para presentar el mismo libro de Ourense a Palencia, pongamos por caso, y te da la sensación de que hablas para públicos muy diferentes, con problemas muy distintos y hasta distantes, incluso cuando se trata de gentes de edades similares y de procedencia social más o menos parecida. Pero ¿estamos en el mismo país?, te llegas a interrogar algunas veces.

Y así, claro, las dificultades para elaborar programas: recuerdo el hundimiento electoral de un partido que basó su campaña en prometer "alquileres por quinientas pesetas". Ya entonces, corrían los finales de los años ochenta, la propuesta fue un escándalo: en unos sitios, esas quinientas pesetas eran un regalo de los dioses, pero en otros resultaba un precio escandaloso. Ahora, las diferencias territoriales han aumentado y tengo para mí que la unificación de las ofertas electorales, más allá de lo que signifique profundización de la democracia (tema crucial que no interesa demasiado ni a los partidos ni, me temo, a los electores), se vuelve imposible en una nación con diecisiete parlamentos regionales y diecisiete baronías autonómicas que moralmente comienzan a asemejarse a reinos de taifas.

No sé donde quedaron las propuestas audaces de reconsiderar a fondo la financiación territorial, ni los intentos de reforma de las administraciones central, autonómica y local, ni las pretensiones de reformar la normativa electoral para aproximar los territorios a la proporcionalidad política. Tampoco me parece haber escuchado nuevas inquietudes, con nuevos planteamientos, para homogeneizar la población en los muy diversos territorios, para poblar la España vacía aunque fuese, por qué no, con inmigrantes.

De momento, España sigue siendo, más o menos como antes, ese país peculiar con diecisiete leyes de caza diferentes y donde la calidad de los ataúdes varía por ley si te mueres en un sitio u otro. Y no he visto que ni Sánchez, ni Casado, ni Rivera, ni Iglesias ni el emergente Errejón, o, ya que estamos, Abascal y sus voxeros, tan preocupados ellos por negar la violencia de género, hayan hincado el diente en tan complicados fenómenos. Pero resulta que esto es España, señores y, si no estuvieran tan atareados recibiendo aplausos de los propios y convencidos en los mítines, y se dedicasen a hablar más con esa buena gente de las calles, indagando por sus inquietudes, carencias y aspiraciones, quizá lo comprenderían. Como decía Unamuno, hoy cinematográficamente tan de moda, el carlismo se cura viajando... lo mismo que el egocentrismo de nuestros políticos se curaría recorriendo el territorio nacional más allá del fugaz mitineo, tan satisfactorio con los vítores de los propios y el ignorar a los ajenos.

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