Opinión

Naranja, morado y... negro

La celebración de Halloween, fiesta tan anglosajona que algunos piensan que Trump va siempre disfrazado para afrontar la "Noche del Horror", va ganando terreno también en otros lugares del mundo. Incluyendo, naturalmente, España, donde los colores naranja, morado (y negro) que caracterizan esa "Noche de Brujas" estarán presenten en las correrías nocturnas de los niños en demanda de caramelos en los barrios burgueses. Y conste que lo de los colores naranja y morado no lo digo yo, sino que se puede leer en esa "enciclopedia británica moderna" que es Wikipedia. Nada que ver, por tanto, es de suponer, con los partidos emergentes, que tanta actualidad acaparan ahora y son la esperanza del antiguo y extinto bipartidismo para seguir gobernando, aunque sea con la incómoda presencia de los recién llegados Ciudadanos y Podemos, que no son precisamente espíritus, sino que se han hecho carne muy presente y exigente.

Lo del color negro, que también nos indica la sabiduría popular wikipediana que caracteriza la celebración de Halloween, me parece ya más simbólico. Puede que tenga que ver con los nubarrones que, piensan muchas de las gentes con las que convives día a día, se van cerrando en el horizonte de cara a ese año 2019 que se nos echa encima con sus fantasmas embrujados de juicios del año -no sólo a los golpistas catalanes-, elecciones que darán paso a coaliciones de extraños compañeros de cama y ese apunte de una cierta, quizá no alarmante aún, recesión económica que deja ver la patita por las rendijas de puertas y ventanas.

Palpo la sensación generalizada de que vamos a peor en la que está siendo la crisis política más larga en la historia de nuestras cuatro décadas de democracia. Los casi heroicos esfuerzos de la presidenta del Congreso, Ana Pastor, por revitalizar los actos conmemorativos de la Constitución de 1978 -aquí, entonces, lo de Halloween simplemente no existía-, pasan ante el discreto silencio de la indiferencia de medios y público en general. Y eso que tales esfuerzos constituyen, acaso, el único intento de poner sobre el tapete una ofensiva de Estado, intento que está rodeado de obstáculos, advertencias y contradicciones, como qué papel atribuir al Rey emérito en los fastos que culminarán el 6 de diciembre, con todo lo que ese papel significará en estos tiempos de hostigamiento a la Monarquía.

Claro que antes de eso se celebrarán unas elecciones andaluzas que pueden significar, más que la perpetuación del socialismo encarnado por Susana Díaz o el alza -o el hundimiento- del candidato emergente a La Moncloa Pablo Casado, la auténtica dimensión moral de la crisis política que atenaza a los colores rojo y azul, antes imperantes en el bipartidismo extinto. Ni el PSOE ni el PP podrán gobernar en Andalucía -ni en España- sin formar una coalición de Gobierno, algo que Sánchez ya ha hecho en la realidad tácita con el Podemos de Pablo Iglesias, y que Casado también ha consumado, menos explícitamente, con Albert Rivera. Seremos coalición o no seremos, se dicen ellos, los cuatro jinetes del Apocalipsis político nacional. Ojala que elijan bien a su compañero de galopada.

Y, desde luego, de aquí al 6 de diciembre vamos a tener otras noches de horror en Cataluña. Precisamente ese día, en el que se conmemora la aprobación en referéndum de la primera Constitución democrática, Puigdemont y Torra, que en los lóbregos personajes aullantes de Halloween podrían encontrar no pocas concomitancias, lanzarán oficialmente su nuevo partido, esa Crida que va a convulsionar nuevamente a los catalanes, que asisten en medio de una indudable tensión callejera a la continua transformación del independentismo. Que casi puede calificarse ya de independentismos, pues la división entre ellos parece un hecho. Imposible imaginar en qué va a devenir el inmenso barullo político-económico-judicial que, entre la impericia de unos y el fanatismo de otros, se ha montado en Cataluña, que es, junto con Andalucía y Madrid, uno de los epicentros sobre los que funciona, o funcionaba, este viejo Reino llamado España.

Eso, lo de Cataluña, sí que es como un Halloween permanente. No sé si les acabarán dando calabazas a los fantasmones que residen en Waterloo (o en el Palau de la Generalitat). Muchas noches quizá no de terror, pero sí de pesadillas, avanzan hacia todos nosotros por culpa de estos malos augures.

Te puede interesar