Opinión

La abdicación

Tras la sesión plenaria del Senado en la que se volvieron a escuchar los argumentos ya sabidos a favor y en contra de la continuidad dinástica o la necesaria consulta a la ciudadanía sobre el modelo de Estado, o el impulso a la regeneración y renovación política que se espera que impulse el nuevo rey, se ha aprobado definitivamente la Ley de Abdicación, que es de lo que trataba el debate, aunque todo el mundo haya aprovechado para colocar su mensaje a medio camino entre lo exculpatorio , lo desafiante y lo esperanzado. Con la previsible inmensa mayoría a favor de la ley, porque no se puede caer en el absurdo de contradecir la voluntad del rey don Juan Carlos de abdicar la Corona, el monarca en ejercicio tiene vía libre para su último acto oficial como tal: la sanción de la ley por la que dejará de serlo a partir del primer segundo de mañana jueves.

El rey abdica la corona para dar paso “a la primera línea” a “una generación más joven, con nuevas energías, decidida a emprender con determinación las transformaciones y reformas que la coyuntura actual está demandando y a afrontar con renovada intensidad y dedicación los desafíos del mañana”. El tiempo dirá si en la abdicación de don Juan Carlos solo hay un impulso de generosidad y el último servicio a España para garantizar la estabilidad de la institución monárquica y para recuperar un prestigio que el propio rey ha menguado hasta el punto de tener que reconocer públicamente un error de insensibilidad.

Tras haber encarnado durante 39 años un reinado en el que España ha disfrutado de uno de los mayores periodos de estabilidad y progreso, la abdicación del rey no se debe despachar con la vista puesta en los últimos acontecimientos que ha protagonizado. La abdicación ha puesto fin al juancarlismo, al que se han apuntado muchos ciudadanos que le agradecen el esfuerzo de la primera hora de su reinado por encauzar al país hacia una monarquía parlamentaria que le despojaba de todo poder, que hizo olvidar al cabo de muy poco tiempo la procedencia franquista de la monarquía, y que ahora permite abordar un proceso sin duda tan emotivo para él como el de dejar la Corona en manos de su hijo con la fortaleza y seguridad que ofrece una democracia consolidada y una institución estable.

Y eso a pesar de la falta de generosidad que han demostrado los partidos en el Gobierno y la oposición en muchas ocasiones al ser incapaces, por desidia o miedo, de desarrollar todos los aspectos relativos al funcionamiento de la Corona, con la doble excusa de su dificultad, porque algunos requerían reformas constitucionales por el procedimiento agravado, y por no abordar el debate sobre el modelo de Estado que, si ahora no es una de las grandes preocupaciones de la mayoría de los ciudadanos aunque crece el sentimiento republicano, en otros momentos se habría resuelto de forma favorable a la monarquía cuando el prestigio de don Juan Carlos estaba intacto y las tensiones territoriales no se habían convertido en un desafío a la unidad de España.

Don Juan Carlos deja a su sucesor una institución más asentada que la que él heredó -para lo que contó con una sobreprotección de la que no va a disponer Felipe VI-, pero su abdicación abre un tiempo nuevo que está lleno de incertidumbres.

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