Opinión

Difícil papeleta

Con frecuencia lo mejor es enemigo de lo bueno, si los efectos secundarios pueden causar problemas en órganos que hasta el momento habían realizado muy bien su función y habían sido el cortafuegos del desafío independentista a falta de la acción política que tendría que haber evitado la exclusiva judicialización del conflicto.  

La decisión del Gobierno de seguir adelante con el recurso al Tribunal Constitucional para impugnar la candidatura de Carles Puigdemont es arriesgada, no porque el Gobierno no actúe de la forma en que estime conveniente, con el respaldo del PSOE y Ciudadanos, con todos los instrumentos legales a su alcance para que el expresidente de la Generalitat vuelva a ser investido por considerar que no puede serlo en su situación actual de prófugo, sino por sus consecuencias indeseadas.

Tras la decisión del Consejo de Estado de remitir un informe negativo a la pretensión del Gobierno de  recurrir de forma prematura la investidura, elevar la impugnación al TC puede provocar que por primera vez a la hora de dictaminar sobre el proceso independentista catalán se rompa la unanimidad con que lo había respondido, y ya hay voces internas que se posicionan más de parte de las reservas del Consejo de Estado que de las certezas del Gobierno. Si una de las bazas de los constitucionalistas a lo largo de las últimas fases del procés ha sido que la Mesa del Parlament tomaba decisiones con los informes en contra del Consell Consultiu o de los letrados de la Cámara, una simple regla de tres habría desaconsejado que el Gobierno interpusiera el recurso contra Puigdemont, en este momento, sobre todo cuando desde el Consejo de Estado se comparten los argumentos de fondo.  

Por la vía indirecta los independentistas habrían logrado además una victoria inesperada, la vuelta a la división entre  conservadores y progresistas en el seno del TC, junto con las acusaciones y sospechas de politización y, en definitiva, que se vuelva a poner el foco en  la fractura del TC en un asunto de política territorial como también ocurrió en su momento con el Plan Ibarretexe, en tiempos de José María Aznar, con consecuencias, renovaciones de magistrados y traiciones incluidas mediantes, en el debate sobre el Estatuto catalán.

Para evitar que Carles Puigdemont vuelva a ser presidente de la Generalitat hay mecanismos suficientes. Por supuesto el Tribunal Constitucional en el caso de que se produjera la investidura si tras una interpretación retorcida del reglamento de la Cámara se procede a ello. Se tendría que arrostrar el problema simbólico de anular el nombramiento pero se haría con los mecanismos legales pertinentes y la fuerza legal se impondría en el debate y se forzaría a los independentistas a poner en marcha el plan Junqueras o un candidato alternativo.

Cierto que habrá problemas de explicación que se ahorrarán si el TC da por buena la tesis del Gobierno, con la advertencia a Roger Torrent y al resto de miembros independentistas de la Mesa de que si no obedecen  pueden seguir el mismo camino de sus predecesores hacia el juzgado. Pero no es menos cierto que  Puigdemont pudo presentarse a las elecciones, recoger su acta de diputado y no ha perdido ninguno de sus derechos. Su candidatura es una anomalía y una provocación pero el TC tiene ahora una difícil papeleta.

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