Opinión

Nunca es el momento, y ahora menos

A nadie se le escapa que la Constitución de 1978 necesita retoques, una puesta al día marcada por el signo de los tiempos, porque la sociedad española tiene poco que ver con la de aquel año gracias precisamente a su validez, y porque está superada de hecho por las sentencias del Tribunal Constitucional que es su intérprete, y por otras leyes constitucionales, como los estatutos de autonomía, que recogen derechos que en ella no aparecen.

La Constitución necesita reformas simples, aunque complejas en algunos casos, como las previstas en la propuesta que realizó el expresidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, estudiada ya por el Consejo de Estado, con otros retoques formales para dignificar a determinados grupos sociales.  Pero la Carta Magna necesita también reformas de calado que suponen procedimientos agravados, mayorías muy cualificadas y referendos que los carga el diablo.

A pesar del desgaste de los años, la Constitución ha demostrado que tiene mecanismos para hacer frente a situaciones inéditas, como la abdicación del rey emérito, Juan Carlos I, o la aplicación del artículo 155 de la Constitución, o su reforma urgente cuando las circunstancias lo han requerido, como en los dos únicos casos en los que ha sido reformada con acuerdo de los dos grandes partidos.

La reforma constitucional, es desde hace unos años una asignatura pendiente, para la que los grandes partidos nunca han encontrado el momento, entre crisis políticas y crisis económicas que aconsejaban no embarcar al país en un proceso semiconstituyente. Tampoco han tenido verdadera voluntad política de hacerlo aunque eso significara su desarrollo, como el proyecto siempre prometido y nunca ejecutado de convertir el Senado en una verdadera cámara territorial, que contribuiría a encauzar los problemas territoriales.  

Lo que puede vaticinarse es que a la actual Constitución le queda mucha vida por delante tal y como está, pues si antes se dilataba "abrir el melón constitucional" ahora tiene una mayor enemiga, con los partidos catalanes que la apoyaron convertidos al independentismo irredento, con los partidos vascos que no la apoyaron en la misma tesitura, porque no se reconoce la nación vasca, y con un nuevo actor, Vox que se dice constitucionalista pero que es abiertamente contrario a muchos de sus aspectos sustanciales –Estado de las autonomías- que son los que han dado vida a su desarrollo.

Los partidos calificados como populistas, toda la izquierda del PSOE, se han convertido al constitucionalismo social, y su principal líder, Pablo Iglesias, como en su día hiciera Julio Anguita, se ha convertido en el principal defensor de la parte social de la ley de leyes, la más olvidada con la pretensión de convertir derechos nominales en efectivos. Cuestión distinta es su apuesta por reformar el modelo de Estado. Un asunto que sus mayores, el PCE y el propio PSOE, resolvieron dejando constancia de su sentir republicano pero que aparcaron porque las Cortes aprobaron una monarquía parlamentaria sometida al poder político.

Un futuro gobierno progresista dependiente del apoyo de los independentistas catalanes y con una derecha dividida, con una parte ultramontana, no aconseja platear una reforma constitucional profunda. Las declaraciones de los líderes políticos en el Día de la Constitución dan la medida de sus discrepancias.

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