Opinión

Emergencia

Yo iba sentado en el avión, unas pocas filas más adelante del cuarto de baño, cuando en medio de la quietud del vuelo nocturno, esa en la que vas arrullado por los motores y la penumbra, de pronto saltó una alarma. Provenía, precisamente, del baño. El ruido no hacía honor al reducido espacio que tienen estos habitáculos, pues, de ser así tendría que oírse apenas como un leve pitido, algo que se confundiese con el constante sonar de las turbinas; pero no, aquello zumbaba bien. Tanto que, azafatas y azafatos (permítaseme la precisión) comenzaron a aparecer desde todas partes del avión y confluyeron ante la puerta del lavabo, incluso un señor trajeado que, supuse, sería algo así como el mayordomo de clase ejecutiva. Todos allí. Juntos. Igual que un cuerpo de élite policial tomando posiciones ante su objetivo. Hasta llegó una azafata armada con un extintor, apuntando con la manguera y dispuesta a quitar la anilla del asa.

Entonces se abrió la puerta y de allí salió un pasajero al que solo le faltó levantar las manos en señal de rendición. No le hizo falta: su cara de perplejidad denotaba un reconocimiento instantáneo del error (o quizás no) que había cometido al creerse que en los baños gozas de privacidad absoluta. En efecto, la tienes para cuestiones sólidas y líquidas, pero no para temas gaseosos, los cuales, si la consistencia molecular es significativa, las alarmas saltan, como ocurre por ejemplo con el humo del tabaco.

Aquel inoportuno pitido intermitente y la comitiva que lo esperaba al otro lado de la puerta, hicieron que el pasajero saliese del baño como encogiéndose de hombros; así me lo pareció desde unas filas más adelante. Lo cuento tal cual porque en ese momento yo estaba de pie en el pasillo haciendo estiramientos disimulados para desentumecerme, y claro, la mía era una posición privilegiada: alarma lumínica y sonora a la vista; extintor llegando por el pasillo; azafatas y azafatos golpeando la puerta… 

Dicho así, todo esto podría sugerir pánico a 10 kilómetros de altura, pero nada de eso. Los pasajeros que viajaban en los cinco metros cuadrados más próximos al lugar de los hechos apenas se inmutaron. Los de más allá ni se enteraron, y menos los de Business, a pesar de quedarse huérfanos de mayordomo durante unos minutos.

Y así, la noche siguió llenando de negrura las ventanillas y en el techo de la aeronave, tintineando minúsculas luces que simulaban un cielo estrellado.

Por cierto, que el pasajero fue acompañado a su asiento y allí recibió una buena reprimenda por parte de la tripulación. Desconozco la cuantía de la multa que hubo de pagar, pero lo que sí les aseguro es que la emergencia se manejó a juego con la noche, es decir, sosegadamente y, nunca mejor dicho, volando.

Te puede interesar