Opinión

Santo remedio

Los armarios donde guardamos medicamentos son el mejor lugar para sobrevivir en caso de ataque nuclear, siempre y cuando quepamos dentro. En ellos almacenamos todo tipo sustancias que curan anomalías de nuestro cuerpo o que, al menos, las atenúan. Vienen siendo como los confesionarios de las iglesias, donde te administran Padrenuestros y Avemarías que te dejan el espíritu saneado y con cierto margen de maniobra hasta la próxima confesión.

Lo malo que tienen estos depósitos químicos es que también albergan cajas con medicinas que ni sabemos que existen, desconocidas, y que siempre guardamos «por si acaso», actuando como anticuarios movidos por una especie de respeto antibiótico que nos hace venerar, por ejemplo, el Thrombocid, «por lo rápido que le curó el esguince al niño». Son fármacos ligados a temas sentimentales que solemos llamar: «Santo remedio».
El problema surge cuando ese armario se pone a reventar y el esparadrapo asfixia al alcohol y éste empuja al Dalsy… Y claro, como suele estar en el cuarto de baño (lugar que por cuestiones fisiológicas no requiere de grandes superficies), sus reducidas dimensiones y las apreturas de espacio hacen que abrir las puertas suponga un evidente riesgo de alud medicamentoso.

Pero nosotros, tranquilos: embutiendo, que es gerundio, y coleccionando prospectos, hasta que un día abrimos las puertas de ese «metro» en hora punta y, como queriendo huir, se nos vienen encima ibuprofenos, pastillas para la tensión y un montón de píldoras de colores. Solo entonces comprendemos la gravedad de la situación. Y ya no digamos si el frasco de sal de frutas se hace añicos contra el suelo… En ese instante, poseídos por una sobredosis de responsabilidad, cogemos una bolsa del súper y empezamos a liberar medicinas de sus estrecheces —como rescatadores en un terremoto—, no viendo el momento de llegar a la farmacia para deshacernos de esos peligrosos venenos.

Claro que, luego, al regresar a casa y abrir de nuevo el armario, nos entra el remordimiento al verlo tan vacío, con sus paredes desnudas recordando a mudanza. Es entonces cuando nos frotamos la cadera y entra en juego nuestra debilidad psicosomática; metemos la nariz en el mueble e inspiramos hasta el último aroma a linimento, mientras le prometemos que pronto tendrá un inquilino para la ciática. Qué le vamos a hacer... Somos débiles, física y químicamente. Y contra eso no hay remedio.
 

Te puede interesar